Hay un señor de piel aceitunada tirando a tostada que dice que tuvieron que cambiar el sistema con el que exterminaban comunistas en una azotea porque ésta se ensuciaba mucho con la sangre de los finados y era mejor ahogarles con un cable. El señor se esmera en representar el nuevo método.
Hay un gordo que viste un colorido uniforme paramilitar con coleta que no cree que en un determinado barrio de la ciudad vayan a encontrar a ninguna mujer que quiera interpretar a las masacradas en el año 1965 porque ese era uno de los barrios que más sufrieron la ira de los gangsteres.
Hay un viejo que editaba un panfleto que se jacta al recordar que si él guiñaba un ojo su séquito de asesinos se cargaba a decenas de chinos.
Hay un tipo, con aspecto como muy respetable, que pasea por un centro comercial con su esposa y con su preciosa hija que no se arrepiente de nada que lo hizo, que admite que lo volvería a hacer, que no le importa ser juzgado por el tribunal de La Haya y que insiste en que había que borrar a los comunistas del mapa.
Hay un cerdo hijo de puta que me ha revuelto el estómago cuando se ríe recordando que lo que más le gustaba era violar a las niñas de 14 años cuando arrasaban aldeas.
Sólo uno de ellos se rompe. Un poco. Un rato. Largo. Al final. Pero supongo que luego se le pasó. O no. No lo sé. El resto muestran una desconcertante normalidad. Se muestran muy dignos.
Todos ellos han sido grabados en un documental, en un artefacto inaudito y han participado en una especie de película en la que ellos mismos eran los protagonistas que rememoran sus propias hazañas. Una película en la que, en medio, escenas surrealistas y oníricas nos sacaban de una pesadilla desgraciadamente real.
No sé cómo Joshua Oppenheimer pudo hacerlo. Cómo pudo adentrarse (como he leído por ahí) en el corazón mismo del mal. Pero lo hizo. Y se agradece. Supongo. O no. No lo sé. The Act of the Killing. Si pincháis en el título, iréis a la crítica que mi amigo Javier hizo en el que fue (¿o sigue siendo?) su magnífico blog de cine, Otro Cine.