Sufrimiento global.

En mi trabajo, trato con víctimas de acoso escolar con, desgraciadamente, bastante asiduidad. Con chicos, chicas y también, muchas veces, con los padres de estos. Hace ya unos cuantos meses, en cambio, me tocó atender a la madre de un chico acosador. De un chaval que se las había hecho pasar putas a muchos de sus iguales. El estado de esta mujer era muy parecido al de las madres de las víctimas: angustia, preocupación, agobio por lo sucedido, demanda de ayuda. A estas emociones se sumaba la decepción por el comportamiento del hijo. También la autoinculpación, el preguntarse qué había hecho ella mal para que su hijo se convirtiese en un matón de patio de colegio.

Me he acordado de esta mujer al leer el comunicado que ha realizado la familia del presunto asesino de las dos chicas de Cuenca cuyos cadáveres aparecieron ayer. En aquel momento, sentí empatía hacia esa mujer y hoy también la he sentido hacia los familiares del posible autor de tan macabro suceso. La misma sensación que uno siente al pensar en las familias de las víctimas. Normal y, en cierta forma, lógicamente, son de éstas, de las personas que sufren agresiones o asesinatos, de quienes más nos acordamos pero ahí esta esa otra parte también damnificada.

Un sufrimiento global, generalizado, que afecta a muchas partes, si quieren a unas en mayor medida que a otras, pero todas con un dolor fehaciente. Al menos, ese dolor me demostró aquella madre. Al menos ese dolor se puede entresacar de las líneas del comunicado mencionado anteriormente.

Disfrutar sufriendo

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Hace unas semanas leía un interesante artículo titulado ‘Gestionar el sufrimiento’ en el que se daban algunas claves para sobrellevar los reveses que la vida nos da. Trucos basados en la confianza, el acompañamiento, en el acto de compartir… Pautas para tomar el toro por los cuernos, para hacer de la introspección la actividad que nos ayude a afrontarlo…

Considero recomendable su lectura, la cual, a su vez, me llevó a reflexionar en torno a una cuestión que, creo, no aparece reflejada en dicho artículo: el placer del sufrimiento. Sí. Creo que hay gente que disfruta sufriendo.

Es cierto que el disfrute de determinados padecimientos se produce cuando estos son, digamos, banales. Por ejemplo, hace una semanas, veía yo por la televisión las evoluciones (o, en este caso, involuciones) futbolísticas de uno de mis equipos predilectos, el Liverpool, frente al Crystal Palace. Un partido en el que comencé a sufrir de manera intensa cuando los londinenses marcaban un segundo gol que ponía el 2-3 en el marcador, tortura que culminó dolorosa con el empate final y, a la postre, con el resultado que significaba tirar por la borda casi definitivamente (y como, efectivamente, así ha sido) un título de liga 24 años después.

En aquellos angustiosos momentos, compartí mi dolor con otro amigo red que también se mostraba consternado por lo vivido. Pero ambos teníamos la certeza de que, aún a riesgo de volver a pasar por el mal trago, la siguiente jornada volveríamos a estar frente a la pantalla dispuestos a disfrutar sufriendo.

Otro ejemplo de eso del placer (banal) que produce sufrir, lo encontramos en las personas que se someten a duras pruebas deportivas. Hace poco un amigo participó en un ultratrail por la montaña. Para los neófitos en esta terminología, un ultratrail por la montaña se traduce en correr, en este caso, 90 kilómetros a través de riscos, senderos, descampados, salvando importantes desniveles, etcétera. Mi amigo lo hizo. Corrió (disfrutó, sufrió) 90 kilómetros en algo más de 17 horas. La angustia, el dolor que reflejaba su rostro en algunas fotos que le sacaron eran realmente estremecedoras. Y, aún con todo, su valoración a lo vivido (lamentado) era muy positiva.

Asimismo, considero o, al menos, creo haber conocido a personas que encuentran satisfacción y placer en el hecho de regodearse en situaciones de padecimiento. Personas que parecen disfrutar lamentándose, que se revuelcan por el barro del sufrimiento y, aunque manifiestan su intención de querer acabar con ello, no parecen demostrarlo con sus actitudes.

Supongo, como también traslada el mencionado artículo, que anclarse en estas situaciones se convierte en algo adictivo, que, aunque agota mental emocional e incluso físicamente, es complicado salir de ese círculo… Y dado que la propuesta de solución que aporta la pieza de Miriam Subirana se basa – a grosso modo – en prestar atención a las cosas que nos aportan bienestar, ¿no será que la gente no sale porque, como en los casos de los “sufrimientos banales” expuestos más arriba, disfruta sufriendo? En definitiva, si disfruto así (aunque sea de una forma inconsciente), ¿por qué he de cambiar mi estado, por qué he de dejar de sufrir?