Hace un montón de años, no sé, 25 o 30, había una fábrica en Barakaldo llamada Montero. Esta factoría estaba ubicada en medio de unas campas, unos descampados adyacentes a la ría de Galindo. Un vestigio del pasado, presente entonces, industrial barakaldés. Emanaciones, gases, mal olor, mal color. Recuerdo que había una pintada en sus muros que rezaba algo así como «Montero métete los humos por el trasero». Creo que también hubo una manifestación de la gente del barrio que salió por la tele. Todo un hito, todo un acontecimiento para todos aquellos que vivíamos allí. En uno de los lados de la fábrica Montero, por encima de sus muros, sobresalían dos grandes depósitos. Yo no sabía qué contenían. No sabía si podían ser inflamables, si podían estallar.
En aquella época, los muchachos del barrio comenzábamos a trabajar en la sanjuanada meses antes de la noche del 23 al 24 de junio. Las labores eran de lo más variopintas: desde recoger maderas, muebles viejos, colchones, etc, hasta a ir a pedir por las casas del barrio, puerta por puerta, dinero a los vecinos para la chocolatada de tan señalada noche. Dinero o víveres. Luego se guardaba lo obtenido. Asimismo, se apilaban las maderas, los muebles los colchones, etc. Con estos elementos, normalmente, se acababa haciendo una o varias casetas que tenían una doble función: la de centralizar un punto de encuentro temporal para toda la cuadrilla y que ese mismo espacio permitiese la vigilancia casi constante de ese tesoro de maderas e inmundicias para que nadie de ninguna otra cuadrilla pudiese robarlo o quemarlo antes de San Juan.
Un año, como muchos otros años, nuestra pila de maderas, colchones y muebles que pronto serían una pira pero mientras era nuestra cuartel general, se ubicaba en la campa en la que se encontraba la fábrica de Montero. Ese año, de hecho, especialmente cerca a los muros de Montero, especialmente cerca a sus depósitos. Ese año el trabajo debió ser magnífico porque la recolección de enseres inflamables era realmente grande y, por ende, la caseta en la que nos reuníamos a diario también lo era. Con todo lo que teníamos y las dos o tres semanas que aún quedaban para la noche de San Juan, era muy fácil pensar que conseguiríamos la mayor hoguera de las hogueras que arderían en el barrio. Todo un orgullo para nuestra cuadrilla.
Una cuadrilla de pre-adolescentes que, por aquel entonces, aprovechaba la privacidad que otorgaba el efímero chamizo para experimentar con las primeras caladas a los cigarrillos y a compartir las primeras litronas. Un ritual propio de la edad que se vivía con emoción y diversión. Ocho, diez, doce, qué sé yo, muchachos hacinados en estructuras aparentemente frágiles pero resistentes ante posibles derrumbes. Una caseta tan trabajada que, por momentos, daba pena pensar que un habitáculo así tuviese que arder en pocas semanas. En pocas semanas. En la noche de San Juan.
Paquete de Diana entre cinco o seis. Y un mechero. El mechero lo puse yo. Se lo guindé a mi padre. Tenía muchos, no iba a notar que le faltase uno y, en el caso de que lo echase de menos, era más probable que culpabilizase a alguno de mis hermanos. El mechero era mío. Con él encendíamos los Diana dentro de la caseta una calurosa tarde de principios de junio, a apenas tres semanas de la sanjuanada. Yo tenía el mechero y jugaba con él. Jugaba con él dentro del chamizo, de la borda. Un colchón que hacía las veces de pared de la caseta tenía desgarrada la tela. Esta caía junto a mí. Comencé a quemarla un poco. Jugando. Jugando con el mechero. Un poco. Luego, más. Un poco más. Los hilos sueltos del colchón ardían con facilidad y se apagaban de la misma forma. Un poco más. Soplé. El fuego se extendió al recibir esa bocanada de aire. No se apagaba tan fácil. El fuego se extendió. Los cinco o seis que estábamos allí, qué sé yo, salimos. En pocos minutos, el fuego devoró nuestro tesoro de maderos, colchones y muebles viejos. Sí, viendo las dimensiones del incendio, habría sido la hoguera más grande de la sanjuanada de este año del barrio.
Las llamas empezaron a sobrepasar parte del muro de Montero. Las llamas se acercaban a los depósitos de Montero. Yo no sabía qué contenían. No sabía si podían ser inflamables, si podían estallar. Ni yo ni nadie de los que estábamos. Decidimos escapar. Huir de una hipotética gran catástrofe.
Nos refugiamos en una sala de juegos, claro. No sé si mis amigos ya se habían cagado en todo. Acababa de arder, acababa de quemar, yo, el fruto de un amplio periodo de trabajo. Temía represalias, expulsiones del grupo, un juicio sumarísimo que dictaminase que semejante agravio sólo podría compensarse con un apaleamiento a base de toñejas. No lo sé. El caso es que no recuerdo que, al menos en esos momentos, pasase nada de eso. Las penas con una partida al Shinobi eran menos penas.
Llegaron algunos mayores del barrio. Traían noticias. «¿Quién ha quemado la sanjuanada junto a Montero?». Varios dedos señalaron mi persona. Hablaron de explosiones, de policía. De marrón de los gordos. No lo pude soportar más y rompí a llorar. Un comportamiento inaudito a los doce o trece años, al menos, el realizarlo delante de toda la gente, en un salón de recreativos. Tan llamativo debió ser que esos mayores decidieron empezar a partirse de risa dando a entender que todo lo que habían contado era mentira. Bendito embuste.
No recuerdo cómo, pero, efectivamente, el incendio que provoqué al jugar con mi mechero dentro de la caseta se sofocó o lo sofocaron. No sé. Quedaban las cenizas aún humeantes de lo que habría sido la mejor sanjuanada de mi cuadrilla en años y las negras huellas de las llamas en el muro de Montero. Los depósitos seguían inmaculadamente blancos. Pasado el temor a una debacle de connotaciones nucleares para todo el barrio y en vista de que las represalias de mis amigos no fueron excesivas, había llegado el momento de compensar el estropicio. ¿Mi compromiso? Trabajar y trabajar para reponer todo lo quemado.
Creo que esa es la frase que más recordamos todos. «Trabajaré y trabajaré». ¿Lo hice? Puede que los primeros días me deslomase un poco más, no lo sé, pero, pasada esa culpabilidad efervescente, supongo que regresaría a un ritmo normal que, unido al del resto de la cuadrilla, provocó que, finalmente reuniésemos material suficiente para volver a organizar una pira (no tan grande como la arrasada) que, esta vez sí, ardiese en la noche de San Juan de hace, no sé 25 o 26 años, qué sé yo.
Ataque de nostalgia #1 coincidiendo con la noche de San Juan del 23 de junio de 2016. Aquella sanjuanada. Ay.
PD: buena parte de la inspiración para este texto proviene, además de por la fecha de hoy, por el hallazgo en el Instagram de mi amigo Cepi de la imagen que encabeza esta entrada y que, por otra parte, corresponde a la página de Facebook Badalona Recuerdos.