Le ha descubierto

Pensaba que nadie se habría dado cuenta. No creía que hubiera alguien ahí, al otro lado, esperando su nueva entrega. «Total, todo esto pasa desapercibido. No problem». Incluso llegó a pensar en mentir a esa pequeña audiencia. «Aunque no cumpla en fecha, puedo darle salida más adelante y datarlo en el momento en que le hubiese correspondido».

Todo esto le servía para auto-justificarse. Para no sentirse mal por no cumplir con un propósito que, más que dirigido a los otros, estaba dirigido a sí mismo. En realidad, volvía a ver como no tenía palabra consigo mismo. Un compromiso frágil hacia él y también, otras veces, con otras personas.

Pero, ¿en verdad debía fustigarse por algo así? Había sido una semana dura a nivel de trabajo, a nivel familiar. Incluso una crisis estallada en el seno de su equipo de fútbol había diseminado las prioridades y aparcado a un lado su virtual pacto con la prosa y con los escasos espectadores. O sea, prefería bucear en foros sobre su pasión balompédica que sentarse a lo que tenía que sentarse.

Pero, ¿debía tomarse esto así? Es decir, si también una actividad como la de escribir por escribir, por practicar la propia acción de escribir, la acaba tomando como una obligación, ¿no estaría eliminando el componente lúdico que, entendía él, debía acompañarla?

Pero, al mismo tiempo, comprobaba que, marcándose esos límites temporales, semanales más concretamente,
funcionaba, la cosa fluía. Además, era consciente de que, a lo largo de su trayectoria, siempre se las había arreglado muy bien bajo la presión de la bocina. Ahora también. ¿Por qué, por tanto, no seguir con el proyecto planteado?

Peros y más peros. Peros previos a un mensaje. Un mensaje. Una interacción. Sí, hay alguien ahí, al otro lado. Alguien se ha dado cuenta. Alguien le ha descubierto. Alguien le escribe para advertirle de que ha roto el pacto. Alguien le avisa que ha fallado. Ha faltado a la cita con él y consigo mismo.

– Apenas estamos a primeros de marzo y el proyecto ya ha pinchado.
– Al menos, he llegado a ocho. Ni tan mal – le contesta riendo, tratando de quitarle hierro al asunto pero con cierto rubor que emerge en las mejillas ante la certeza de que le han descubierto.

Le han descubierto.

Un día después decide ponerle remedio. Decide hacer un remiendo poniendo un asterisco al lado del nueve, escribiendo un relato en tercera persona, esperando que nadie entienda nada salvo quien le tiene que entender, el que le ha avisado, el espectador que esperaba una nueva pieza. El que se había creído el compromiso. El que le ha descubierto.

Renuncia

amorNo han venido a la boda. A nuestra boda. Ellos, que se autoproclaman mis padres, han decidido faltar a un día tan importante como ése. Ni siquiera han llamado. Ni se han dignado a felicitarnos. No pueden aceptar que ella no sea vasca.

La conocí haciendo la mili en Bilbao. En el gobierno militar. Una suerte de destino, la verdad. Tranquilidad en las oficinas y alguna que otra salida al Oiz o al Pagasarri. Poco más. Y todos los fines de semana podía volver al caserío. A Igorre. A cuidar la huerta del aita y ayudar a la ama en lo que fuese. Todos los fines de semana hasta que la conocí a ella. En Bilbao. Uno de aquellos en los que me quedé con los compañeros de fiesta.

Congeniamos enseguida. Guapa, simpática. Una morenaza cuyos gigantescos ojos negros ya delataban que podía no ser de aquí. Bueno, nació en Cruces, es de aquí, pero sus padres son andaluces. A mí me da igual. Ella no tenía ni idea de euskera y yo no me defendía bien con el castellano pero nos arreglábamos. Nos empezamos a ver todos los días. Cuando acababa pronto las tareas que mandaba el teniente, ella me venía a buscar y nos bajábamos a dar un paseo hasta la zona del Ayuntamiento, al lado de la ría y nos tomábamos un chocolate en algún bar del Arenal.

Como ya no iba todos los fines de semana a Igorre, la ama empezó a preguntar. Que a ver qué hacía en Bilbao, que con quién me quedaba, que cenase bien… siempre encima, siempre fiscalizadora. La ama, esa madre que ahora falta a la boda de su hijo porque su esposa es una maketa, siempre ha tenido que controlar todo, lo mío y lo del aita. Y si las cosas no se hacían como ella decía, atizaba de lo lindo. Esa madre.

Pasados unos meses, yo ya conocía a sus padres. De Jaén. Llevaban unos años ya viviendo en Sestao. Gente humilde. Sencilla y trabajadora. Me acogieron muy bien. Algún domingo ya fui a comer su casa. Se deshacían en elogios. Ella ya me la estaba tirando para que fuésemos a conocer a los míos. Yo ya no sabía qué excusa poner. Y se lo tuve que decir a ellos. A ella. A la ama.

– Ama, he conocido a una chavala y quiero que la conozcáis.
– ¿A una chica?, ¿dónde?, ¿en Bilbao?, ¿de dónde es?
– Vive en Sestao, un pueblo al lado de Bilbao. Una chica bien maja. Me gusta mucho.
– ¿De dónde son sus padres y de… ?
– Espera, ama. Ella no habla euskera y sus padres son andaluces. Pero me gusta mucho.
– ¿Una maketa?, ¿una española?, ¿te has vuelto loco? Esa furcia no va a entrar en esta casa.

El aita no despegaba la vista de la televisión. Estaba viendo un partido de pelotamano.

Y hasta ahora. Hasta hoy. Nunca se dignaron en conocerla. Y yo decidí. Decidí quedarme con ella. Y ella y su familia me acogieron un tiempo hasta que, con los primeros sueldos que obtuve en una empresa de laminación en la que empecé a trabajar al acabar la mili, pude pagar un alquiler en La Peña. Ella también trabajaba unas horas en una pastelería del Casco Viejo. Al aita y a la ama también les invité a conocer nuestro piso. Y nada.

Cuando yo decidí por ella, ellos, más bien ella, la ama, esa madre, también decidieron. Decidieron romper. Conmigo. Y hoy no están aquí. En Artxanda. En nuestra boda. Y estoy triste. Y no logro entender cómo pueden renunciar a un hijo porque la mujer a la que ama no sea vasca. Renunciar a un hijo que tanto buscaron y que no pudieron conseguir de forma natural. Renunciar a un hijo que tuvieron que adoptar. Renunciar a un hijo que, en su momento, aceptaron aunque hubiese nacido en Madrid. No lo entiendo.

* Imagen vía mis Paredes que Hablan.

Feliz cumpleaños

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“¡Feliz cumpleaños! Pásalo muy bien”.

Me gusta.

“Que cumplas muchos más. Disfruta de tu día”.

Me gusta.

“Un abrazo muy fuerte. Que lo disfrutes con los tuyos”.

Me gusta.

“Un año más viejo pero te conservas estupendamente”.

Me gusta.

Un aluvión de felicitaciones y buenos deseos en el muro de Facebook. Cortesía dospuntocero. Automatismos de la gente que no mira más allá. Que no sabe más. Pero… deberían saberlo. ¿Cómo no lo saben? Hipócritas. Demuestra que son eso, unos hipócritas. Y yo dándole al ‘Me gusta’. No me voy a callar.

“¡Feliz cumpleaños! Pásalo muy bien”.

¿Pásalo muy bien? Cuando le puteabas en el curro no creo que albergases el mismo deseo. Le dices pásalo muy bien cuando tú se las hiciste pasar muy putas. Siempre has sido un bastardo hipócrita. ¡Que te jodan!

“Que cumplas muchos más. Disfruta de tu día”.

Seguro que habría disfrutado más sabiendo que estabas ahí cuando estaba jodido. Si hubieras dado señales cuando se te necesitaba. Pero no, es más fácil poner un mensaje desde el móvil en su muro el día de su cumpleaños… ¡Falso!

“Un abrazo muy fuerte. Que lo disfrutes con los tuyos”.

Hace falta ser mentiroso para escribir eso. Que lo disfrutes con los tuyos, dices. Eso pensaba él, que eras de los suyos pero jamás se lo demostraste… ¡Qué vergüenza!

“Un año más viejo pero te conservas estupendamente”.

La que faltaba… La que no se entera de nada y hace gala de ello escribiendo estupideces como ésta…

Me he quedado a gusto. Quizá deba agradecer al Zuckerberg el hecho de que la cuenta de mi padre no se haya cerrado a pesar de que falleciese ya hace año y medio. Y poder decirles a todos esos hoy, el día de su cumpleaños, todo lo que les he dicho. Pero habrá que avisar a todo el mundo, que se enteren de una vez:

MI PADRE FALLECIÓ HACE AÑO Y MEDIO. ENTERAOS. Todos los que estáis felicitándole hoy aquí, aparecéis como amigos en el Facebook. Se os queda grande esta palabra. Ni siquiera sabéis que está muerto. Le deseáis lo mejor, le decís que se conserva muy bien cuando está criando malvas. Erais unos hipócritas y lo seguís siendo. Hasta siempre.

Cerrar sesión. Click.

* Imagen vía Flickr Deb Stgo

Dudas de clase

Hablaban de clase. De dudas de clase. De clase social. De identidad. Se sentían de clase obrera. ¿Lo eran? Se dedicaban a trabajos de esos que entran en la categoría de profesiones liberales. Es como una especie de eufemismo para decir que no se manchan, que no cargan peso, que no están asados de calor en verano ni chupando frío en invierno. ¿Lo eran?, ¿seguían perteneciendo a la clase trabajadora? El origen familiar y la ubicación geográfica les decía que sí. Y, qué coño, cambiaban su tiempo y su fuerza de trabajo por dinero. Sí, lo eran.

¿Se sentían de clase trabajadora?, se preguntaban. ¿Cómo se comportan, en la actualidad, los miembros de dicho grupo?, reflexionaban. Uno de ellos, desde lo anecdótico, criticaba los cambios que él observaba. Veía, decía, que el pueblo, el pueblo de ambos, el origen de los dos, antaño símbolo industrial de la comarca, el pueblo había cambiado y ahora era una urbe más destinada al sector servicios o al comercio. Decía, por ejemplo, que echaba de menos los bares cutres, poco cuidados, las tabernas destinadas a un consumo recio, sin pinchos, sin ornamentos. Vino peleón y tabaco. Creía, de hecho, que la presencia de locales modernos, cálidos, con gran variedad de vinos y tés, no se correspondía con la idiosincrasia de un pueblo obrero. Garitos, venía a decir, enfocados a un sector más burgués.

El otro le rebatía que ese ejemplo era un argumento fácil de comprar pero que, precisamente, le parecía escucharlo desde una atalaya precisamente burguesa. Decía el otro que lo podía admitir, si tendían a clasificarlo todo en función de estereotipos. Pero que le costaba verlo, admitía. «¿Tiene que estar un bar predestinado a un determinado segmento social?», se preguntaba y le preguntaba a su compadre. «Es como pensar» insistía «que el acceso, qué sé yo, a museos o espacios artísticos también esté vedado a personas de clase
media-alta sólo porque históricamente esa sea la imagen de personas que se asocia a este tipo de lugares».

«El rollo», volvía el primero, «es que ya no hay conciencia de clase. La gente ya no pelea ni lucha por sus derechos. Nos han vendido la moto de la clase media y esa es la clave por la que se le ha despojado a los trabajadores de todo el poder que habían adquirido y gracias al cual se pudo poner contra las cuerdas a los más poderosos. Y claro que lo de los bares es un poco bobada pero es para que te sirva de ejemplo de esto que te quiero decir».

Al segundo algunas partes de lo que le decía su amigo le sonaba a discurso del siglo XIX. No estaba seguro de atreverse a decir lo que finalmente acabaría diciendo. «Creo que nos tenemos que sentir orgullosos de nuestros orígenes y estar agradecidos de todos los derechos laborales que se han conseguido a lo largo de la historia pero, no sé, tío, no entiendo porque por pertenecer a la clase trabajadora, trabajando y formándonos, para, en general, avanzar socialmente, no podemos acceder a algunos sitios, a algunos espacios…».

El primero se llevaba las manos a la cabeza mentalmente. Creía que su amigo tenía más claras las cosas. Tenía más claro en qué lado tenía que estar si bien, empezaba a pensar, comenzaba a revisarse fugazmente, y darse cuenta, viendo sus propios comportamientos que tampoco él lo tenía meridiano. «Pero, tío, es es el chocolate del loro. Todo esto está orquestado. Arriba están los que están. ¿Acaso hay una cajera de supermercado en las instituciones?, ¿no, verdad? Esto está montado por y para ellos, tío. Y por eso el invento de la clase media: para mantenernos contentos a unos pocos, seguir ellos arriba y mucha gente jodida».

Razón no le falta, pensaba, pero todo sonaba demasiado manido. «No sé, tío, puede que tengas razón, pero no me parece justo… De hecho, también se podría pensar lo bien que se lo tienen montado los de arriba para que caigamos en este juego y que sigamos sin tocar nada que suene a ellos o que no se asocie a nosotros o que… qué sé yo… todo para que los cotos sigan bien marcados».

«Ya, no sé tío».

«Ya».

Seguían con dudas. Con dudas de clase. De clase social. Los dos. Unos tipos normales, trabajadores liberales, en un pueblo otrora obrero ahora dormitorio. Uno tomando una cerveza de caña, el otro una copa de vino de una denominación de origen cuya existencia casi desconocía hasta ese momento. Así se fueron a sus casas. El de la cerveza a su piso en propiedad, con hipoteca a muchos años; el del vino a su alquiler. Se fueron dubitativos. Pero bien. Cada uno de ellos se propuso tratar de poner negro sobre blanco estas dudas. Igual escribirlas les ayudaba a resolverlas. Tampoco funcionó. Ni falta que hace.

*Imagen vía mis Paredes que Hablan.

El escritor errante

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Sonó el timbre. No esperaba a nadie a esas horas. Quizá por eso, aunque no fuese un comportamiento habitual en ella, decidió mirar por la mirilla. Precisamente por eso, por el escaso uso del visor, en el momento en que movió la chapa metálica que tapa la lente, se generó un ruido estridente. Como de oxidado. Un sonido que le produjo dentera y la sensación de que, ahora sí, tendría que abrir fuese quien fuera. No podía no abrir a quien se encontrase al otro lado de la puerta una vez que fuese quien fuera hubiese escuchado el rechinar de la mirilla. Así pensaba ella. Y así hizo. Ya ni siquiera usó el mirador. Y abrió.

____

Tocó el timbre. No esperaba que le abriesen a esas horas como, de hecho, así había sido, hasta el momento, en ese bloque. Una negativa más. Eso era lo que se esperaba. De repente, un ruido. Un estridente sonido que le produjo dentera y que, derivado de su experiencia en el puerta a puerta, supo reconocer: «esa mirilla necesita una mano de ‘Tres en Uno'». ¿Abriría entonces la persona al otro lado del umbral? O, una vez visto lo visto, esto es, a un tipo con un zurrón colgado en el brazo y un libro en la mano, ¿se volvería a sus aposentos? La respuesta no tardó en llegar. La puerta se abrió.

____

– Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarte?

Buenas tardes. La chica que ha abierto la puerta ha dicho buenas tardes. Y ha dicho en qué puedo ayudarte. Él recibió estos formalismos, estas muestras de cortesía como un tesoro impagable habida cuenta de que estaba más acostumbrado a silencios, sonidos guturales, frialdad extrema e inicios de conversación monosilábicos. Aún no había conseguido nada pero, de momento, la cosa no pintaba del todo mal.

– Hola, buenas tardes. Encantado de conocerte. Me llamo Sergio y, quizá te sorprenda, pero voy casa por casa vendiendo mi novela. Soy escritor.

¿Un escritor? Tiene una pinta de comercial que tira para atrás. Eso es lo que pensó ella. Aunque, al fin y al cabo, ambas facetas pueden ser perfectamente compatibles. Es más, en este caso, eso es lo que parece.

– Ah, escritor. De novelas y eso, dices… ya… mira, gracias, pero ahora mismo no me interesa…

– Sí, novelas. También algún libro de cuentos y demás. Autoeditados. Y, como ves, autopromocionados y tal…

– Pero, ¿cómo es que los vendes así? Quiero decir, yendo casa por casa, con tus libros y eso…

– No sé, me gusta acercarme a la gente, ver sus caras, sus reacciones cuando me presento como autor de la obra que ofrezco… me gusta pensar que en estos tiempos en los que casi todo se hace a través de una pantalla, aún se puede encontrar lectores picando el timbre de sus casas… siendo consciente, eso sí, de que la mayoría de las veces lo que obtengo son negativas como, a pesar de tu cordialidad, parece que va a ser el caso.

– Espera, hombre, espera… déjame ver el libro… Yo, la verdad, no es que lea mucho pero, no sé, me ha picado el método que utilizas para dar a conocer tus títulos… pasa, por favor, ¿quieres tomar un café?

____

Sergio accede a la casa. Es un piso pequeño decorado de forma muy femenina. Colores neutros, algún cuadro de temática abstracta, una escalera como ornamento, apoyada en una pared y sobre sus peldaños flores, fotografías de la chica con otra chica que parece su hermana y figuritas que, seguramente, sean recuerdos de recientes viajes. Sobre una balda, distingue un par de libros: uno de Federico Moccia y el otro el primero de la trilogía de Stieg Larsson. Títulos que, efectivamente, piensa él, coinciden con la confesión que ella le hizo en la entrada de que no leía mucho.

– Un vaso de agua estaría bien, gracias.

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Mientras va a por el vaso de agua, ella no deja de darle vueltas al hecho de haber metido a un tipo en casa, que ahora está solo, sentado en el sofá, presto a, dice él, venderle un libro, no sé, no sé… «¿Estás loca?», piensa que diría su madre. Pensamientos que se le acumulan o chocan con su vocación de querer creer en la gente, de no tener prejuicios de nadie (aunque antes haya tildado al supuesto escritor de comercial), etcétera. En fin, habrá que escucharle, se dice.

– Aquí tienes.

____

– …. y sí, curiosamente, a través de este método, gracias a ir casa por casa, quizá esté vendiendo más que lo que se pueda conseguir mediante una editorial tradicional o intentando vender mis escritos desde Internet.

– Jo, ya, pero también es más costoso e imagino que, por momentos, también será muy frustrante.

– Bueno, hay días, como hoy, que, aunque no venda ni un ejemplar, habrá merecido la pena por conocer a chicas tan guapas como tú.

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«Un momento… ¿me está tirando los tejos?»

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«Un momento… ¿le estoy tirando los tejos?»

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– Bueno, yo ya te he dicho que no soy de leer mucho pero si quieres me puedes dejar alguna dirección o algo para darte a conocer y ya le diré a mi novio que, si eso, te promocione por ahí, que él controla mucho de redes sociales y cosas así…

– Eh, sí, claro… no hay problema… Mira, yo te dejo mi tarjeta. En ella está el blog en el que escribo y en el que cuento un poco mi experiencia… y, nada, yo ya me voy a marchar que no quiero molestar más… Has sido muy amable y hospitalaria. De hecho, por si algún día te apetece, te regalo mi última novela, «El escritor errante» que, como puedes intuir por el título, tiene mucho de autobiográfico.

– No sé, Sergio, no sé si puedo aceptarlo, de verdad… eres muy amable pero, al final, este es tu medio de vida y…

– Ya te he dicho antes que mi vida también se enriquece no sólo mediante la venta de mis libros sino también a través del contacto con las personas y hoy, Esther, me voy plenamente compensado así que, por favor, te ruego que te lo quedes, junto a mi tarjeta… y ahora sí, me voy, no quiero robarte más de tu tiempo, ni comprometerte a nada ni hacer nada de lo que luego nos podamos arrepentir…

– Pero… un momento… espera… Sergio…

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Él ha salido raudo y veloz de la casa de ella. Ha bajado corriendo escaleras abajo pese a que aún le quedaba algún piso que visitar, alguna puerta que tocar. Ella se ha quedado pensativa. Turbada. Un tanto emocionada. Parada en el umbral de la puerta, sujetando en una mano el ejemplar de «El escritor errante», su escritor errante. En la otra mano tiene la tarjeta. La lee y piensa: «bueno, al menos, tengo su dirección de correo«.

____

Entrando en la boca del metro, inquieto aún por su atrevimiento, él se dice: «bueno, al menos, tiene mi dirección de correo«.

PD: la inspiración para esta historia ha surgido al encontrar en un cajón la tarjeta del escritor errante (en la foto), un autor que, efectivamente, existe y que, efectivamente, sigue intentando hacer llegar sus obras a los lectores visitándoles a sus domicilios, como así lo hizo en nuestra casa. Por ello, por apropiarme de él para mi relato semanal, qué menos que dejar el link a su blog, desde el que se pueden seguir sus pasos, comprar sus libros y demás: S.H. López Pastor – Escritor Errante.