El placer de leer en el baño

En el libro ‘España Perdiste’ del escritor argentino afincado en Barcelona, Hernán Casciari, hay un pasaje en el que el autor comenta una de las costumbres que se suelen dar, según él, en su país de origen: la de leer en el excusado. El tono de este episodio, como la mayor parte de la obra, es bastante jocoso y en la mayor parte de lo que en ella aparece estoy bastante de acuerdo con sus descripciones sobre los argentinos y la expansión de sus hábitos en nuestro país; sin embargo, en el caso que comentaba más arriba, he de mostrar cierta discrepancia: la lectura en el baño es un placer que se da, a mi entender, en casi cualquier lugar del mundo.

De hecho, según leo en el blog Tercer Ojo (y nunca mejor dicho, ejem…), perteneciente a la red de bitácoras de la publicación colombiana El Tiempo, hace algunos años se realizó en Estados Unidos la Semana Nacional de la Lectura en el Baño, impulsada por un bacteriólogo con la única intención de desmitificar como algo asqueroso la taza del baño.

Asimismo y siguiendo la misma fuente, el año pasado un japonés llamado Koji Suzuki editó el primer ‘best seller’ para leer y usar en el baño: ‘El aro‘. Es la primera novela impresa en un rollo de papel higiénico y se trata de una historia de terror que sucede, como no podía ser de otra manera, en un baño público. Mide 88 centímetros, en el rollo de papel y vale 210 yenes (alrededor de unos 2 euros). En su primer mes vendió 80 mil ejemplares.

Pasemos, con todo, a relatar experiencias personales al respecto. Y empezaré decepcionándoles ya que, a pesar de lo expuesto, no tengo por costumbre acompañar mis necesidades fisiológicas en el WC con ningún libro. Y es que afortunadamente nunca he sufrido de estreñimiento por lo que acabo mi tarea rápidamente, sin necesidad de mayor distraimiento. Pim, pam, fuera.

Sí conozco, en cambio, quien me reconoce que cuando acude al excusado se lee las revistas femeninas de su novia, que prefiere llevarse revistas de motor o que aprovecha ese momento de intimidad escatológica para acabar de merendarse (aunque no suene muy apropiado) el periódico.

Por otra parte, si tuviera que llevarme un libro para estos momentos, yo creo que elegiría alguno de relatos cortos que no me enganchase demasiado; o, si así ocurriese, me cercioraría de que en dicho habitáculo, además de taza, existe un bidé por si es necesaria alguna labor de desprendimiento que exige del líquido elemento como ayuda.

Y oigan, antes de que se me echen encima porque les estoy revolviendo el desayuno o la comida, me defenderé diciendo que mi idolatrado Casciari, al que hacía referencia al comienzo, comenta estos procesos con pelos y señales y su prosa es más que alabada.

Este texto lo escribí en el blog de Narradores el 13 de febrero de 2010. Lo rescato hoy y ahora por dos razones: porque a pesar de tener abiertos siete borradores en las entrañas de Cienfiebres sobre diversos temas, no me acaba de llegar la inspiración suficiente para acabar de rematarlos como mi querida audiencia se merece. Y la segunda razón es porque acabo de regresar del excusado de hacer popó y me he acordado de este artículo.

Buenas tardes.

* La imagen que encabeza esta entrada está extraída de mi viejo blog de Paredes que Hablan, bitácora que, como sabéis, luego mutó a un Tumblr.

Alta Fidelidad

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Hoy en Facebook Santiago Segurola nos ha recordado que el pasado mes de abril se cumplieron veinte años (¡¡20 años!!) de la publicación de «High Fidelity», la obra que, de alguna manera, encumbró a su autor, Nick Hornby, uno de los escritores con los que más ha disfrutado este Cienfebrista. Ante tal, digamos, efeméride, rescato un texto que escribí al respecto de este genial libro en el blog de la editorial Narradores en octubre de 20026. ¡¡Larga vida a Rob!!

Relecturas regulares varias. Lecturas del resto de la bibliografía de su autor. Adquisición de la película extraída de la obra. Compra de la banda sonora correspondiente. Y porque no han sacado más merchandising relacionado.

A eso le llamo yo mantener alta fidelidad a una obra. En este caso alta fidelidad al homónimo título ‘Alta Fidelidad’ de Nick Hornby.

Hará cosa de seis años que llegó a mis manos este ejemplar. Una novela de la que en mi vida había oido hablar y que enseguida se convirtió en uno de mis libros favoritos. Un autor totalmente desconocido para mí y al que, desde entonces, presto toda la atención que me es posible.

Un protagonista, Rob Fleming, que se ha convertido en un amigo desde el momento en que entré en Championship Vinyl, su tienda de discos de barrio a la que dedica su vida laboral.

Un tipo, este Rob, tierno, a veces un poco idiota, enamoradísimo de la música pop y obsesionado en plasmar algunas partes de su vida en listas, como si sus vicisitudes cotidianas o pasadas fueran hits del ‘Top of the pops’.

Un treintañero corriente, que no destaca ni por arriba ni por abajo y que, creo yo, no acaba de aclararse o de centrarse. Quizá si lo hiciera perdería parte de su encanto.

A veces Rob me recuerda un poco a mí mismo. Quizá por eso ‘Alta fidelidad’ sea una de mis obras predilectas. Es más, otras obras de Hornby parecen apuntar directamente a algunas de mis pasiones y pulsiones; así, con otro de sus títulos, ‘Fiebre en las gradas’, el grado de identificación que alcanzo con su personaje principal (el propio Hornby) es altísimo.

En ’31 canciones’, otro libro en clave autobiográfica basado en el relato y descripción de algunos de los temas favoritos del novelista británico, coincido en casi 25 de esos títulos.

Me tranquilizo pensando que con ‘About a boy’ y con ‘Cómo ser buenos’ ya no tengo tanto en común, aunque no sé si por ello quizá sean las dos novelas que menos me han gustado de Hornby.

Pero me quedo con Rob. A él sí soy fiel. A él, a su excelentísimo gusto musical, a sus peculiares amistades e incluso a Laura, su novia.

A él le guardo una alta fidelidad. Por ello, en cuanto me acabe ‘A sangre fría’ tengo una cita con Rob. Generalmente solemos quedar así, de forma anual o cada dos años. Espero no llegar tarde a su cita porque si no ya sé cómo se va a poner, aunque estoy seguro de que se le pasará enseguida.

Así es Rob. A los que no le conozcan espero que les haya quedado claro dónde encontrarle. A los que sí, ellos y ellas me contarán qué tal se llevan con él.

* Imagen vía Flickr

De la costumbre de prestar libros y no volver a saber de ellos.

Yo los sábados solía escribir posts en el blog de Narradores. Hoy me ha apetecido recordar aquel hábito rescatando, precisamente, un articulillo que escribí el 12 de septiembre de 2009, que no sé si era sábado pero lo mismo da.

fiebre en las gradas CORREG.qxd:PlantALBA.qxdA lo mejor en esta nueva era que vivimos en la que todo (música, cine, libros…) se transforma en ceros y unos, es decir, se digitaliza, no es muy difícil extraviar alguno de estos productos en el proceso de prestar alguno de ellos a algún amigo o conocido. Al fin y al cabo todo se almacena en discos duros, pendrives y ni siquiera se presta el ejemplar original si no una copia que se almacena en uno de los dispositivos mencionados.

Sin embargo, no hace mucho tiempo, allá por el siglo XX, esta costumbre era bastante común entre los seres humanos. Prestar libros o discos estaba a la orden del dí­a. Desgraciadamente, asociada a esta práctica, algo también muy habitual era el no volver a saber de ninguna de las obras prestadas, así­ como pasar el mal trago de tener que recordar a la persona que recibí­a el libro o el disco en cuestión que seguí­a en posesión de ellos, a lo que esta persona o bien no lo recordaba o bien te prometí­a su devolución en breve, para, finalmente, y como final infeliz, no volver a saber nada de ellos.

Hoy, con todo, voy a hacer un esfuerzo de recordar algunos de los ejemplares que en su momento dejé y de los que no he vuelto a saber. De esta manera, quién sabe, puede que el posterior poseedor de los mismos se acuerde y se digne a devolvérmelos (me consta que alguno de ellos es lector de esta revista)

surcosPor ejemplo, recuerdo un libro de divulgación cientí­fica titulado, valga la redundancia, ‘La Revolución Cientí­fica’, que era la mar de interesante, con apuntes de Ptolomeo, Copérnico y otros sabios de la antigüedad, plagado de didácticos esquemas y dibujos que explicaban un montón de cosas y funcionamientos que nos rodean. Así­, un compañero de instituto, entusiasmado ante lo que veí­an sus ojos, me pidió encarecidamente que se lo dejara para echarle un vistazo más concienzudo. Y a fe que fue concienzudo. Catorce años después el libro aún no ha regresado a mis manos. De tan exhaustivo estudio, imagino a mi ex-compañero a la derecha de Punset.

‘Glamourama‘ de Brett Easton-Ellis. Mi libro favorito del escritor estadounidense. Modelos asesinos, nombres reales del estrellato cinematográfico y musical mundial y mucho confetti. Un libro altamente recomendable. Tanto como para repetir su lectura. Desgraciadamente, esto yo no le he podido hacer. Más que nada porque una amiga super artie e interesada en la obra de Ellis tras leer ‘American Psycho’ (su obra más conocida), me ruega que se lo preste y que enseguida me lo devuelve. ¡¡Craso error!! La muchacha deja la vida de provincias y se desplaza a vivir a la capital, a Madrid, llevando con ella este ‘Glamourama’, el cual, para más inri, no logro encontrar en ninguna librerí­a.

Por último, para ser justos y honestos, invirtamos ahora los papeles. Pongan sobre mis ojos una franja negra y tomen el siguiente fragmento de texto como una confesión en toda regla: Padre, he pecado. Yo también tengo en mi estanterí­a una preciosa edición de ‘El Retrato de Dorian Gray’ que me prestó mi sobrina (encima yo lo he hecho con alguien de mi familia) hace ya unos cuantos añitos. Escribiendo ésto, deberí­a coger este ejemplar de la universal obra de Oscar Wilde, meterlo en un paquete y enviárselo a mi pariente a su domicilio actual. Pero… creo que voy a esperar un poco más… ¡Es que es tan bonito!

En fin, que supongo que ustedes, queridos amigos y amigas de narrador.es, también contarán en su haber con infinidad de libros prestados que no han recuperado y también con otros que, a buen seguro, recibieron con gentileza y temporalidad finita y que, de la misma forma, siguen acumulando polvo en sus estanterías. ¿Nos cuentan todo ello?

PD: las imágenes que acompañan este post se corresponden con los libros desaparecidos de mi biblioteca a día de hoy, 18 de abril de 2015, y que están en posesión de amigos a los que, de forma discreta, igual les hago llegar un enlace a esta entrada.

Los días de Birmania

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Ayer me acordaba de Coruña a partir del hallazgo de una libreta. Hoy rememoro Myanmar, antigua Birmania, tras revisar algunas fotos de aquel viaje que realizamos en 2009. Asimismo y dado que hoy no es el día ideal para extenderme a escribir nada nuevo u original en el ordenador (porque, estoooo, es mi cumple), también he recordado que escribí algo al respecto en Narradores y he buscado dicho texto para, con alguna que otra modificación respecto al originario (el cual, como ya os dije, no podréis leer), compartirlo aquí.

(…)

Myanmar, la antigua Birmania.

Un país impresionante por su cultura, por sus ritos, por un hermetismo que, desde un punto de vista positivo, hace que mantenga buena parte de las costumbres asiáticas tan alejadas para nosotros y, a día de hoy, también lejanas para otros países vecinos como, por ejemplo, Tailandia. Desgraciadamente, este hermetismo al que nos referimos también tiene su lado negativo, representado firmemente por la junta militar que rige el país con mano de hierro y que coarta demasiadas libertades a su población.

Ha sido un viaje plagado de experiencias fascinantes, maravillosas, en las cuales siempre ha habido un denominador común: la gente. Habíamos oído hablar y habíamos leído acerca de la hospitalidad y la amabilidad de los birmanos. También contábamos con las peculiaridades de una cultura que hacían referencia a prendas de vestir tradicionales (el longyi en los hombres) o cosméticos antiguos como la tanaka, pero pensábamos que esa amabilidad, esos longyi y esa tanaka estaban reservadas a reductos dirigidos a los turistas, donde todo era plástico, donde nada era de verdad.

Afortunadamente, estábamos equivocados. Del mismo modo que casi todos los hombres visten esa especie de falda llamada longyi, que la mayoría de las mujeres y los niños van maquillados con tanaka, la forma de ser de los birmanos emociona por su ingenuidad, inocencia, amabilidad, por unas sonrisas sinceras…

Lo hemos comprobado cuando nos han invitado a pasar a su casa; cuando hemos participado en el acto de dar de comer a monjes budistas en el gigante monasterio de Amarapura y, posteriormente, la familia anfitriona nos ha insistido en que comiésemos con ellos; cuando nos han pedido que nos dejásemos sacar fotos por un grupo de campesinos que no habían visto occidentales nunca; cuando nos han invitado a merendar en una pagoda en Yangon… En fin, momentos irrepetibles y extraordinarios que jamás podrán ser borrados de mi memoria.

Algo parecido le debió ocurrir a, nada más y nada menos, George Orwell. El célebre escritor británico, autor de las míticas ‘1984’ o ‘Rebelión en la Granja’, vivió en Myanmar cuando el país aún se llamaba Birmania y era colonia británica. La temporada que Orwell pasó en el estado del sudeste asiático quedó plasmada en una de sus primeras novelas, ‘Los Días de Birmania’ (‘Burmese Days’), en la que, además de describir cómo era este país, Orwell lanza un alegato anti-imperialista.

La verdad es que no conocía esta obra hasta que no he estado en Myanmar. Y allí la he conocido porque muchos niños la vendían por la calle en su edición en inglés. Como me ha pasado en otros viajes y ante otras experiencias impactantes, mis días en Birmania me están motivando a hacerme con un ejemplar del libro de Orwell o a leer cualquier otra cosa sobre este maravilloso país.

Escrito el 18 de agosto de 2009.

Más que mil Imágenes

«Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber si me hallaba en un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude contener el llanto, y creí oir (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y las noches de meditación en el coro de Melk, y en el deliquio de mis sentidos debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía «lo que vieres, escríbelo en un libro» (y es lo que ahora estoy haciendo)».

Sí. El de arriba es un fragmento extraído de las páginas de ‘El Nombre de la Rosa’ de Umberto Eco. Un extracto, por decirlo de alguna manera, de la primera parte de la Sexta del Primer Día de Adso y Guillermo en una misteriosa abadía, la cual cuenta con una de las bibliotecas más imponentes del mundo. El fragmento corresponde a la turbada exposición final de Adso de Melk tras acabar de descubrir-contemplar la portada de la iglesia de la abadía.

Eco describe durante casi seis páginas, a través de las palabras del novicio, una portada. Decir con todo lujo de detalles sería quedarse corto. Abruma, anega y ahoga. El escritor italiano se regodea en su capacidad para fotografiar de forma magistral la entrada al templo valiéndose de constantes referencias religiosas y amplios conocimientos arquitectónicos.

Realmente el lector (o, al menos, yo) comparte la sensación de Adso al contemplar lo que contempla. Y es que, efectivamente, lo contemplas. Se contempla, se ve y casi se toca. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. La descripción de Eco en esas páginas no sé con cuántas palabras contará, pero ni el objetivo más preciso, ni la lente más eficaz, ni mil imágenes son capaces de retratarla igual, del mismo modo que ningún ojo humano, salvo el de un ser privilegiado, podría apreciar mejor lo aquí plasmado.

Después de muchos años desde que leyera la obra maestra de Eco, es ese capítulo titulado «Donde Adso admira la portada de la iglesia y Guillermo reencuentra a Ubertino da Cassale» el que recuerdo con mayor gozo. No creo recordar haber vuelto a leer una descripción como la que se halla en las primeras páginas de este episodio y, sinceramente, dudo que vuelva a hacerlo.

* Este artículo (aunque modificado) lo escribí un 24 de febrero de 2007 en el desaparecido blog de la desaparecida editorial Narradores, un sello que cofundé, en el que me involucré y que, desgraciadamente, no llegó a buen puerto. Gracias a los conocimientos técnicos de unos amigos, he podido recuperar el acceso a la mencionada bitácora para, poco a poco, ir leyendo las muchas entradas que en ella escribí desde 2006 hasta 2011 y volver a compartir, aunque editadas, algunas de ellas como es el caso de esta de hoy.