Tony Soprano te dejó noqueado, te convertiste en un yonqui de Walter White y no te perdiste un caso de Jimmy McNulty. Y de repente -¡horror!- te enganchas a una serie española. ¿Qué te ha pasado? Eres un ‘ministérico’. Y lo sabes.
Me hizo gracia esta introducción que escribió Jorge Barbó en su artículo para El Correo al respecto de la serie de televisión que se ha puesto de moda, ‘El Ministerio del Tiempo’, cuya primera temporada finalizó ayer. Me hizo gracia porque, efectivamente, me he sentido identificado (sobre todo en lo de Tony Soprano y McNulty) aunque yo no sabía que era «ministérico» y, de hecho, sigo sin saber si lo soy.
Cuando leí ese artículo, acababa de ver el tercer capítulo de la, por el momento, exitosa producción y me dejó tan buen sabor de boca que, al día siguiente, me vi online los dos primeros y ya, a partir de ahí, cada lunes reservaba hora para el poseer el mando de la tele.
Y sí, me ha gustado. Mucho. Lo ha hecho, fundamentalmente, porque me ha entretenido. Mucho. Me ha entretenido de la misma forma que me entretenían las series antes de que este formato se hiciera de culto. Es decir, antes de que HBO irrumpiera en nuestras vidas y se dedicase a hacer producciones destinadas a trascender. Conectar con aquella época en la que pasabas un buen rato viendo un capítulo suelto de equis serie sin más.
Dicho esto, que quede claro que no quiero minusvalorar «El Ministerio del Tiempo». Me parece un producto muy acertado cuyos capítulos se estructuran en base a tramas que se desarrollan en periodos históricos diferentes y que, a la vez y de forma transversal, presentan a unos personajes protagonistas con perfiles que se van desarrollando y complicando en cada episodio. Me parece, además, que la gama de personajes secundarios enriquece todo el conjunto. Asimismo, además de la tramas y los personajes, es una serie con un montón de guiños humorísticos realmente brillantes y con un trasfondo didáctico-histórico muy interesante (los contenidos extra de carácter documental posteriores a cada episodio están francamente bien). Además, que la televisión española apueste por una serie de ciencia ficción de producción propia ya es, en sí mismo, una buena noticia. Y que encima lo haga cuidando los detalles y las formas, que además lo haga bien, mejor aún.
Dicho esto, que quede claro que no quiero encumbrar «El Ministerio del Tiempo». No creo que se pueda poner al nivel de las series mencionadas al principio. Ni mucho menos. Para empezar, por otra parte, porque no tienen nada que ver. Pero insisto: para mí, ahí radica, en parte, que me haya conquistado. En su originalidad, claro, y en sus humildes pretensiones. De hecho, los dos últimos capítulos me ha parecido que están más centrados en las luchas internas, morales y demás de los protagonistas y me da miedo que se descuiden las misiones y los gags en favor de ese aspecto que, de alguna forma, la acercaría a series más del perfil de culto y, sinceramente, creo que no lo conseguiría (a lo mejor me equivoco) y perdería el encanto naïf que, como digo, a mí me ha atrapado.
Pues sí, amigos. «El Ministerio del Tiempo» está siendo una febrícula recurrente en las últimas semanas y, por tanto, le debía unas letras. Letras que, por otra parte, no acaban de contestar a esa pregunta que yo mismo me hacía al principio a partir de la viral y julioiglesiástica aseveración de Barbó de «Y lo sabes». ¿Sí?, ¿lo sé?, ¿soy un ministérico? Va, me releo y me respondo: no me interesa serlo, me interesa seguir disfrutando sin más pretensiones.