“Yo vine a Londres porque quería encontrar una forma de libertad. Pero no creo que vaya a encontrarla en el Soho. Para mí, eso no es Libertad, tan solo es su apariencia (…). Esa clase de vida, vagabundeando por los cafés del Soho y durmiendo en el suelo, no me satisface. No creo que la respuesta sea encontrar un nuevo modo de vida. La forma, la manera en que uno vive, es algo muy distinto a la vida misma, y es esa vida misma lo definitivo e importante”.
Él fue a Londres, huyendo de una gris ciudad de las Midlands, buscando una forma de libertad. Ansiando, además, profundizar en ese concepto, para algunos tan abstracto, para otros tan meridiano. Pretendiendo disertar al respecto, escribiendo compulsivamente sobre ello. Él también fue a la City con ese objetivo… ¿o ese objetivo le encontró a él? ¿Lo hizo, de hecho, al ir topándose con pintores, putas, alcohólicos, vagabundos, caricaturistas y demás ralea supuestamente habitual en la época (años 50 del siglo XX) y en el supuestamente centro neurálgico de esa bohemia, el Soho?
El joven (si no recuerdo mal creo que cuenta con 19 años) aterriza, además, en la capital británica con un buen puñado de libras en el bolsillo y en ese iniciático deambule sin destino, acaba con sus huesos, como digo, en el Soho, atrayendo (¿él o su dinero?), como digo, a un buen número de estrafalarios personajes.
El contacto con ellos y el pasear casi incesante, casi sin referencias espaciales por el propio barrio, supone, a mí modo de ver, el comienzo de un camino (¿de una evolución, de una involución?) en nuestro protagonista. Me da la impresión que la ilusión o el hambre de aventura y su motivación en pos de la Libertad le lleva a abrazar, quizá ingenuamente, los caracteres de esos personajes como la panacea que buscaba para ejemplificar la libertad en su máxima expresión.
Sin embargo, tengo la impresión (o eso he querido creer) que muchos de ellos se acabaron acercando a Harry Preston (el protagonista de ‘A la deriva en el Soho’) con una vocación utilitarista, interesada, atraídos por esas libras que podían satisfacer necesidades primarias y otras igualmente necesarias pero no tan básicas vistas desde un punto de vista más maslowliano. Y tengo la impresión (o eso he querido creer) que a medida que el protagonista se anclaba a estas compañías e iba conociendo otras nuevas, a cada cual más extravagante, él iba reconociendo ese interés, a pesar de lo cual no se negaba a ser utilizado y, ni mucho menos, se oponía a rechazar esas relaciones que a él le proporcionaban satisfacciones y, sobre todo, conocimiento y experiencia.
Quizá por esto también, por ese aprendizaje exprés extraído del vagabundeo, he sentido que Preston se iba alejando de los extremos (de los más planos y conservadores, digamos, que poblaban su vida pre-Soho, y de los más libérrimos conocidos en el barrio negro londinense) Y creo que, además de esa experiencia simultánea, hubo otro factor que desencadenó esa, llamémoslo así, equidistancia: el amor. Que no sé si trata de amor pero, desde luego, la aparición en su vida de una joven venida de las antípodas, aterrizada en Londres de una forma un tanto casual, y la complicidad surgida entre ambos, creo que llevó a nuestro héroe a desengancharse de la pléyade de bohemios que le acompañaban en aquellos estimulantes y azarosos días y concluir, en definitiva, que «la manera en que uno vive es algo muy distinto a la vida misma».
Quiero destacar y destaco, como diría aquel, esas sensaciones o impresiones, pese a que pueden estar totalmente equivocadas, porque me quiero ver o me veo reflejado en él. Porque siempre me he sentido o me quiero sentir atraído por personas o personajes un poco al margen, nihilistas, extravagantes, irracionales, a veces antihumanistas, huraños o estrambóticos, divertidos y reflexivos y no sé qué más adjetivos poner para señalar a esos otros grandes protagonistas de ‘A la deriva en el Soho’. Y, por descontado que él, Preston, se moja en esta historia mucho más de lo que yo he podido hacer (si bien, ahora que lo pienso, me dedico a lo que me dedico) y mucho más de lo que jamás haré. Y porque él, sea por el tiempo que sea, se mueve en ese alambre pseudomarginal huyendo de su anodina vida anterior, alambre que yo conozco, en realidad, a través de relaciones mucho más superficiales (sin querer, nuevamente, hablar de – mi – trabajo) y sin abandonar, en definitiva, mi pseudoburguesa vida.
Quizá por todo ello, uno de los fragmentos del libro que subrayé en rojo tras doblar la esquina superior izquierda de la página par en la que aparecía y que vuelve a entroncar perfectamente con el destacado al inicio de este texto, es el siguiente:
«Yo empezaba a familiarizarme con la idea de que los vagos del Soho no poseían el espíritu de iniciativa que cabría esperar de su género de vida; las únicas características que desarrolla la vida bohemia son la ineficiencia y la vagancia».
Pero no me malinterpreten al pobre Preston (ni siquiera a mí) a pesar del tono crítico y desencantado de lo mencionado. Él, de hecho y a pesar de ello, sigue con ellos y rebate y les sigue el juego y participa de sus costumbres, de sus delirios, de sus espacios y de sus excentricidades. Empatiza, claro, con muchos de ellos y les otorga su parte de razón en este mundo. Creo que, hasta cierto punto, los considera necesarios como contrapunto a la aburrida cotidianidad. Insisto: lo cree así pese a la ineficiencia (ineficiencia, ojo, recordemos, para la «iniciativa que cabría esperar de su género de vida») y la vagancia. Pues eso. Que yo. Que yo también. Que yo también les otorgo su parte de razón y empatizo y, hasta cierto punto, los considero necesarios y, en mi caso, trabajo por/para/con ellos (aunque no, digamos, con bohemios precisamente) pero desde esa equidistancia vital, cobarde, acomodaticia, burguesa… llamémoslo equis. O sea, no me atrevo a ser como ellos pero admiro que lo sean y me gusta la relación subrepticia que, de vez en cuando, he establecido o establezco con ellos.
Es más, y ya acabo, no huyan, creo que nuestro ya querido Preston, debido a su fulgurante deriva en el Soho, ya ha tenido suficiente y si se tuviese que hacer una continuación a la obra de Wilson ésta debería ser la de un hombre de mediana edad casado con la nezoelandesa conocida en esos días londinenses, que sigue pensando en la libertad (experimentada y reflexionada) pero con la certeza de que esa, aquella vida no es para él.
Y por si no ha quedado claro todo lo que he querido decir en estos párrafos, acudamos a los libros. Bueno, al libro. Es fácil. Vuelvo a pegar a continuación el fragmento inicial, impreso en la página 198 de mi ajada edición de ‘A la deriva en el Soho’, mi primera y fructífera lectura de este 2019:
“Yo vine a Londres porque quería encontrar una forma de libertad. Pero no creo que vaya a encontrarla en el Soho. Para mí, eso no es Libertad, tan solo es su apariencia (…). Esa clase de vida, vagabundeando por los cafés del Soho y durmiendo en el suelo, no me satisface. No creo que la respuesta sea encontrar un nuevo modo de vida. La forma, la manera en que uno vive, es algo muy distinto a la vida misma, y es esa vida misma lo definitivo e importante”
Y fin. No era mi intención realizar, ni mucho menos, una especie de reseña al uso de ‘A la deriva en el Soho’ (Colin Wilson) ni tampoco escribir una disertación tan rimbombante y pedante como la que ha salido. Mi idea era dejar algunas reflexiones, un poco a vuelapluma, derivadas de su lectura. Sorprendido estoy, eso sí, de lo que ha surgido, de cómo se ha derivado la deriva (en el Soho) habida cuenta que me acerqué a esta obra con ciertas reservas. De esperar algo más cercano a lo oscuro, lo desconocido, lo atávico, lo liminal (que, quizá, de una forma subjetiva por ahí andan, qué sé yo… y Carlos, perdóname los prejuicios, je) me encuentro con una especie de trip beat por las calles de Londres que, sin embargo, me resuena y, no sé, supongo que, en cierta forma, me remueve. Bienvenido sea, pues el revolcón.