Le volví a ver el otro día. Junto a una sucursal de una entidad financiera. De pie, sus labios pegados a un micrófono, tocando una guitarra española; en el suelo, la funda del instrumento para recolectar las monedas que la gente tenga a bien echarle por escuchar sus tonadillas.
Unas canciones sensibles, románticas, con letras típicas, evidentes. Glosas de cantautor enamorado o herido de amor, que es lo mismo. Versiones dulcificadas de temas clásicos de pop. Todo muy blanco, muy inofensivo. Inofensivo. Ya ves. Cualquiera diría que el autor de dichas interpretaciones fue el que hace un cuarto de siglo me desvió el tabique nasal de dos patadas en la cara.
No puedo evitar fijarme en él cada vez que le veo tocando su guitarra en la calle. A pesar de los golpes que me propinó y del miedo que me hizo pasar durante algunos fines de semana, no siento rencor, ni tengo ganas de venganza. En realidad, no me inspira casi ninguna emoción. Como mucho, se me dibuja una sonrisa en la cara pensando que verle me hace rememorar aquella tarde y, por tanto, me brinda la oportunidad de contarlo todo. Otra vez. Pero ahora por escrito y a un público potencialmente mayor.
Fue el fin de semana inmediatamente anterior a empezar 1º de BUP. Sentados en un banco de la “parti”, charlábamos tranquilamente cuatro amigos. De repente, un grupo de adolescentes, de, aparentemente, edades parecidas a las nuestras aparecieron a nuestro lado. Eran más. Nos doblaban en número. Rodearon el banco. Uno se sentó entre dos de nosotros y otros dos se pusieron enfrente, de pie. Uno de ellos se erigió en portavoz del grupo. El cantautor. El actual poeta urbano.
Comenzó diciendo cosas intrascendentes que no recuerdo bien para, a continuación, preguntar a qué colegio íbamos. En la sucesión de respuestas de mis tres amigos y de la mía propia, además de escuchar la de nuestro interlocutor, no caí en la cuenta, ingenua y desgraciadamente, que el futuro trovador estaba escolarizado en el centro enemigo al mío. Bueno, más bien el que recién acababa de abandonar para iniciar mi andadura en el instituto.
Precisamente, en relación al momento académico de los presentes, es cuando se desencadena el fatal desenlace. A la pregunta de en qué curso estábamos, todos respondemos 8º de EGB y/o, como era mi caso, a punto de empezar 1º de BUP. Nuestro divo, sin embargo, afirmó hallarse haciendo 6º. En vista de su aspecto físico, de sus dimensiones, de su porte, incluso de su forma de expresarse, mi mente supuso que esta incoherencia sólo podía deberse a algún desliz académico y, ni corto ni perezoso, inquirí: ¿HAS REPETIDO?
Se destapó la caja de los truenos. Mi interlocutor, el futuro romántico cantautor, en dos rápidos movimientos propios de un cinturón negro de karate, me cruzó la cara de dos precisos puntapiés. A ver, supongo que íbamos a cobrar de todas todas, estoy seguro de ello, de que venían a eso, pero, bobo de mí, le puse en bandeja de plata la oportunidad por el hecho de querer saciar mi curiosidad y por pecar de empático (¿en qué estaría pensando, maldita sea, en brindarle apoyo escolar para ayudarle a mejorar?) De hecho, no creo siquiera que se sintiese ofendido ante la pregunta “¿has repetido?”, pero, puestos a buscar una excusa para demostrar sus capacidades en lo que a artes marciales se refiere, pues eso, que se lo dejé a huevo. O sí, quién sabe, igual sí le molestó y, vaya usted a saber, igual ese fue el acicate que le llevó a sentarse a componer piezas tiernas y desnudas que, a día de hoy, comparte en la vía pública, tras, eso sí, descargar su furia sobre mi pituitaria.
Apéndice, dicho sea de paso, que empezó a sangrar profusamente tras recibir los impactos del proto-rapsoda y que hizo que, ante la visión de la hemorragia, el bardo y sus secuaces huyesen rápidamente, dejándonos a mí y a mis amigos, con un palmo de narices, nunca mejor dicho. Llorando y herido, subí a casa y mi hermano, alarmado al ver lo sucedido, salió como alma que lleva el diablo en busca de los atacantes, pero no logró darles alcance (si llega a alcanzarlos seguramente nuestro futuro artista habría cantado la Traviata) De hecho hoy es el día que ni siquiera me atrevo a decirle que el cantautor de la esquina, ese que interpreta temas tan vomitivamente edulcorados, es el que me mandó a San Eloy con la porra como un pimiento.
Ay. Me quedo un rato ensimismado, mirándole, escuchándole. Supongo que él supone que estoy prendado ante sus edulcoradas y diabéticas composiciones y parece que incluso se esmera más en rasguear su guitarra, en mejorar la entonación y el chorro de voz. Él, claro, no me reconoce. Imagino que sólo sería una víctima más de sus años de furia pre-adolescente. Le escucho pero no le escucho. Solo le veo, nos veo, en aquel banco de la particular, yo preguntando si había repetido y él elevando, cual Jean Claude Van Damme, su pierna para impactar en mi rostro. Por un momento, se me pasa por la cabeza echarle una moneda pero recordando lo susceptible que es el muchacho, me alejo de él con una sonrisa en la boca. A pesar de todo.
* La foto la he sacado de aquí, de un banco de imágenes libres de derechos y tal.