
Encontré las cuatro cartas en una de esas cajas de galletitas danesas que luego las madres convierten en costureros. Estaban en una bolsa de una tienda de discos. Una bolsa de pequeño tamaño, de esas para guardar CDs. A decir verdad, no me acordaba de las cartas pero en cuanto las vi, su contenido emergió en mi cabeza de forma casi fotográfica. Así pues, las saqué de la bolsa, las ordené cronológicamente y vi que con ellas se podía contar una historia de amor y, desgraciadamente, de amistad.
Recuerdo que la primera, en su día, olía a chicle de fresa. Al chicle de fresa que yo siempre le pedía y ella me daba gustosamente. Sonrío imaginándola impregnando la hoja cuadriculada con el papel de Trident. Junto a la carta añadió una foto. Una foto de ella. La foto permanece. El olor a chicle de fresa, no. Lógico después de más de veinte años. Una foto de ella, decía. Radiante, preciosa, guapísima. Quiero pensar que eligió su mejor retrato para mí. Y sus letras. Nerviosas, emocionadas: que si la hago temblar, que si necesita llamarme a diario para escuchar mi voz… Y acabar con un ¡¡TE QUIERO!!, así, en mayúscula y con doble signo de exclamación, de apertura y de cierre. Me embargó entonces y me embarga ahora.
La segunda carta también adjuntaba foto. No estaba tan guapa y el protagonismo de la misma no recaía en ella, en su rostro o en su cuerpo. Lo hacía en un parche del escudo de mi equipo de fútbol favorito clavado con una chincheta en el corcho de su habitación de estudiante. En el corcho también se distinguían otras fotografías, de ella con amigas fundamentalmente. Quizá fuera del encuadre habría alguna nuestra, de los dos, en pareja, pero no se veía. Quizá no la había. Que ella aludiera a mi pasión futbolística era un guiño cariñoso, pero no romántico. Yo no quería hablar con ella de fútbol o yo no quería que ella me hablase de fútbol. En su escrito me hablaba del equipo, que leía noticias sobre él y se acordaba de mí. Pero no había ni temblores ni necesidad de llamarme a diario ni olor a chicle de fresa ni un te quiero en mayúscula y entre exclamaciones al final del mismo. Había un te echo de menos, eso sí, que tampoco estaba mal. Supongo.
Otra foto en la tercera. Ella, guapísima de nuevo, acompañada de sus amigas y amigos en un bar de la ciudad en la que estaba de Erasmus. El grueso de la misiva se centra en sus peripecias por Europa: sus viajes por Interrail, sus amistades, sus juergas, los exámenes, su nivel de inglés… Se le notaba exultante, feliz… esto debería alegrarme pero, al mismo tiempo me hiere o me hirió, me escuece, me escoció. Se despide con un besazo. Un besazo.
Releo el final. La cuarta. Conozco el desenlace. Aunque no haga spoiler se intuye el final de la historia. Es una carta más corta. No hay foto. El contenido es un tanto vacuo. Contaba que había regresado, que estaba cerca de casa pero que andaba liadísima con el máster. Que ya nos veremos, si eso. Si eso. Suena a despedida. También rememora algunos buenos momentos que pasamos juntos. Escribe que nunca me olvidará, que siempre tendré una gran amiga a quien acudir. Una gran amiga. Fin.
Veintitantos años después, toparse con unos papeles escritos a boli en una caja de galletas danesas y que surjan sonrisas, mariposas en el estómago, dolor incluso. Las vuelvo a guardar en la bolsa y la bolsa en la caja-costurero. Y me siento al ordenador. Y pienso que yo nunca le escribí a ella.