LA FIEBRE. La Pandemia de Žižek a vuelapluma.

Resulta un tanto abrumador la cantidad de estudios y publicaciones científicas que están surgiendo en torno a LA FIEBRE. Es lógico, claro. La comunidad científica internacional trabaja sin descanso en pos de una vacuna o buscando tratamientos que minimicen las consecuencias del coronavirus. El problema es que quizá derivado de esa carrera se está primando la urgencia y la prisa por ser el primero y esto, en ocasiones, ofrece resultados no muy fidedignos e incluso a veces contradictorios.

También surgen otro tipo de publicaciones que no vienen marcadas por la premura digamos sanitaria y quizá por ello, a día de hoy, no son tan numerosas. Auguro que abundarán novelas, relatos, ensayos y demás inspirados por la COVID-19. Algunos libros en ese sentido ya han visto la luz, no sé si de forma un tanto prematura, cuando aún vivimos inmersos en plena pandemia. Puede ser que el obligado confinamiento a nivel global haya favorecido el trabajo de un montón de creadores.

Entre ellos encontramos al filósofo esloveno Slavoj Žižek, uno de los pensadores más conocidos entre los intelectuales occidentales, una especie de estrella del pop de la filosofía contemporánea junto con el coreano Byung-chul Han. Como decía, Žižek ha sido capaz de escribir un pequeño libro de 145 páginas que salió a la venta (al menos en España) el pasado 27 de mayo, publicado por Anagrama. Entiendo que la velocidad del esloveno a la hora de escribir este pequeño volumen ha respondido a su evidente capacidad para hacerlo, a vislumbrar una oportunidad a nivel comercial y también como reacción a la fiebre por el tema.

Precisamente LA FIEBRE me llevó a mí a adquirirlo a los pocos días que saliese a la venta y a leerlo de un tirón una noche de hace poco más de una semana. Y ello, a su vez, me ha empujado a sentarme aquí para compartir algunas de las reflexiones que Žižek aporta en su libro y lo que éstas me han sugerido. Todo a vuelapluma, eso sí.

Así, una de las ideas de índole política que recorre «Pandemia. La covid-19 estremece al mundo» tiene que ver con el intervencionismo estatal. En cómo, de producirse, ha de darse en un marco en el que el ciudadano confíe en el Estado. Pero, claro, ¿confiará la gente común en estados autoritarios acostumbrados al ordeno y mando y a que no se les cuestione (rollo China)?, ¿puede confiar la población en otro tipo de estados supuestamente más democráticos cuando una situación como la que estamos viviendo demuestra vaivenes y contradicciones, incapacidades y renuncios en los que se les pilla?, ¿son inevitables estos errores en situaciones tan impredecibles como ésta, en las que también prima la urgencia? Lo que sí parece claro, en cualquier caso y tal y como expone Žižek, es que esta intervención normalmente asociada a países socialistas o comunistas se ha producido incluso en estados absolutamente alejados de esas corrientes, como Estados Unidos o el Reino Unido. Y a partir de aquí también se pregunta: «¿de verdad la única elección posible es entre el control casi total de arriba abajo estilo chino y el enfoque más laxo de la inmunidad de grupo?».

Este supuesto le lleva a aseverar al autor que el coronavirus empujará a «reinventar el comunismo basándonos en la confianza en la gente y en la ciencia«. En ese sentido, Žižek hace hincapié en la solidaridad y en la cooperación global como rasgos esenciales, así como la capacidad (¿temporal?) para controlar la economía y limitar la soberanía de los estados cuando haga falta. Personalmente, me gustaría pensar que esto pudiese ser posible, aunque no puedo evitar pensar en la tentación que puede generar a determinados líderes empezar así, como de buen rollo, y acabar cogiendo el brazo, no sé si me explico. Por otra parte, sin ser yo ningún experto en nada y menos aún en corrientes políticas, ¿no suena este planteamiento de Žižek de nuevo comunismo a un socialismo moderado o a socialdemocracia? Pregunto. Y también he de admitir que, en cierta forma, a esa pregunta el filósofo me responde: «Es fácil alertar de que el poder estatal está utilizando la pandemia como excusa para imponer un permanente estado de emergencia, pero ¿qué alternativa proponen aquellos que pronuncian tales advertencias?».

Una de las consecuencias que el esloveno advierte derivadas de la pandemia tiene que ver con el consumismo o, mejor dicho, el no consumismo. «Las calles abandonadas de la megalópolis (…) nos permiten intuir lo que sería una sociedad no consumista«. También cree que la cuarentena global que hemos vivido ha podido llevar a algunas personas a liberarse de la actividad frenética que rige nuestro día a día en sociedades como la nuestra y a reflexionar a ese respecto. Puede ser, me gustaría pensar que sí, pero, ¿los tiempos oscuros que se avecinan a nivel socioeconómico contribuirán a extender ese tipo de reflexiones? Quiero decir que todo el mundo augura tiempos de necesidades más básicas y en ese cometido, en cubrirlas, dudo mucho que nadie se vaya a parar en pensamientos de esa índole sino más bien en hacer que la rueda vuelva a funcionar como antes de la pandemia. Y respecto al consumismo o no, ha bastado un poco de liberación en las restricciones a la movilidad y la apertura de las tiendas para ver amplísimas colas en grandes cadenas de ropa o ver cómo multinacionales hacen su agosto también en estos tiempos. Siento ser así de escéptico, me gustaría pensarlo de otro modo, la verdad.

Aún así, vale, no cejemos en tratar de reducir nuestro consumismo y en apostar por el decrecimiento y por flexibilizar nuestras exigencias y actividades y tal («ahora la idea de que uno necesita más parece irreal»). Tratemos de acabar con la auto-explotación que a menudo nos imponemos a nosotros mismos. Esta es una reflexión (¿se puede decir que ya clásica?) del coreano Byung-chul Han y a la misma, todo hay que decirlo, también responde Žižek en las páginas de este librito aludiendo a que vale, muy bien, eso existe pero que no debemos olvidar que siguen existiendo grandes desigualdades entre clases y que, por tanto, esos antagonismos no deben reducirse exclusivamente a la «lucha contra uno mismo». De hecho, el esloveno abunda en esta idea, a mi modo de ver, cuando dice que se alude (máxime en estos tiempos pandémicos añado yo) a la responsabilidad individual con insistencia y que a veces esto oculta cuestiones más colectivas o estructurales relacionadas con el cambio económico y social. Admito que me gusta esta idea, muy extendida desde hace décadas, aunque a veces pienso, je, en que también abusamos de ella para desresponsabilizarnos (¿me habrá lobotomizado el sistema capitalista neoliberal, maldita sea?)

Bueno, luego me quedo tranquilo y pienso que no me han fagocitado del todo cuando me veo coincidiendo con Žižek en otra idea muy aparentemente de izquierdas que aparece en su ‘Pandemia’ que dice que: «tenemos que aprender a pensar fuera de las coordenadas del mercado y el beneficio y encontrar otra manera de producir y asignar los recursos necesarios. Si las autoridades se enteran de que una empresa está acaparando millones de mascarillas a la espera de que llegue le momento adecuado para venderlas, no tiene que haber ninguna negociación con la empresa, simplemente hay que requisarlas». Al menos, apostillaría yo, no negociaría si se diese algo así en una situación como la que vivimos. Obvio, ¿no?

Me gusta mucho, en ese sentido, cuando afirma que «las decisiones acerca de la solidaridad son eminentemente políticas». Y más aún cuando unas páginas más adelante esa solidaridad vira hacia los olvidados y los parias. En este caso, cuando se acuerda de las personas refugiadas que intentan llegar a Europa: «¿De verdad cuesta comprender su desesperación cuando un territorio bajo confinamiento por una epidemia sigue siendo un destino atractivo para ellos?». Bravo.

Por ir acabando, que al final me va a denunciar Anagrama por desmenuzar tanto esta obra, Žižek considera que la venida de una pandemia de estas características ya se nos venía, de algún modo, advirtiendo; desde los expertos que pronosticaban que algo así tenía que pasar a los indicadores propios de un sistema (capitalista) que podían propiciarlo (agricultura industrializada, desarrollo económico global, hábitos culturales, proliferación descontrolada de la comunicación internacional…). La cuestión es: ¿nos sorprende que haya ocurrido? Sí. ¿Por qué? Según Žižek, porque no nos creemos que vaya a ocurrir. Dicho lo cual, ¿nos creemos, por ejemplo, los agoreros pronósticos asociados al cambio climático?, ¿podemos hacer algo al respecto?

En fin, nada más y nada menos. Reflexiones y preguntas que me surgen a partir de determinados fragmentos. Y es que manda carallo, como dicen en Galicia, que, acudiendo nuevamente a una cita de ‘Pandemia. La covid-19 estremece al mundo’ necesitemos «una catástrofe para ser capaces de repensar las mismísimas características básicas de la sociedad en la que vivimos”.

PD: no puedo acabar este post sin colgar esa foto de abajo de una página del libro ‘Ilska. La maldad’ de Eiríkur Örn Norddahl. Me parece gracioso acabar así, sacudiendo la cabeza.

Cómo se me deriva la deriva (en el Soho)

“Yo vine a Londres porque quería encontrar una forma de libertad. Pero no creo que vaya a encontrarla en el Soho. Para mí, eso no es Libertad, tan solo es su apariencia (…). Esa clase de vida, vagabundeando por los cafés del Soho y durmiendo en el suelo, no me satisface. No creo que la respuesta sea encontrar un nuevo modo de vida. La forma, la manera en que uno vive, es algo muy distinto a la vida misma, y es esa vida misma lo definitivo e importante”.

Él fue a Londres, huyendo de una gris ciudad de las Midlands, buscando una forma de libertad. Ansiando, además, profundizar en ese concepto, para algunos tan abstracto, para otros tan meridiano. Pretendiendo disertar al respecto, escribiendo compulsivamente sobre ello. Él también fue a la City con ese objetivo… ¿o ese objetivo le encontró a él? ¿Lo hizo, de hecho, al ir topándose con pintores, putas, alcohólicos, vagabundos, caricaturistas y demás ralea supuestamente habitual en la época (años 50 del siglo XX) y en el supuestamente centro neurálgico de esa bohemia, el Soho?

El joven (si no recuerdo mal creo que cuenta con 19 años) aterriza, además, en la capital británica con un buen puñado de libras en el bolsillo y en ese iniciático deambule sin destino, acaba con sus huesos, como digo, en el Soho, atrayendo (¿él o su dinero?), como digo, a un buen número de estrafalarios personajes.

El contacto con ellos y el pasear casi incesante, casi sin referencias espaciales por el propio barrio, supone, a mí modo de ver, el comienzo de un camino (¿de una evolución, de una involución?) en nuestro protagonista. Me da la impresión que la ilusión o el hambre de aventura y su motivación en pos de la Libertad le lleva a abrazar, quizá ingenuamente, los caracteres de esos personajes como la panacea que buscaba para ejemplificar la libertad en su máxima expresión.

Sin embargo, tengo la impresión (o eso he querido creer) que muchos de ellos se acabaron acercando a Harry Preston (el protagonista de ‘A la deriva en el Soho’) con una vocación utilitarista, interesada, atraídos por esas libras que podían satisfacer necesidades primarias y otras igualmente necesarias pero no tan básicas vistas desde un punto de vista más maslowliano. Y tengo la impresión (o eso he querido creer) que a medida que el protagonista se anclaba a estas compañías e iba conociendo otras nuevas, a cada cual más extravagante, él iba reconociendo ese interés, a pesar de lo cual no se negaba a ser utilizado y, ni mucho menos, se oponía a rechazar esas relaciones que a él le proporcionaban satisfacciones y, sobre todo, conocimiento y experiencia.

Quizá por esto también, por ese aprendizaje exprés extraído del vagabundeo, he sentido que Preston se iba alejando de los extremos (de los más planos y conservadores, digamos, que poblaban su vida pre-Soho, y de los más libérrimos conocidos en el barrio negro londinense) Y creo que, además de esa experiencia simultánea, hubo otro factor que desencadenó esa, llamémoslo así, equidistancia: el amor. Que no sé si trata de amor pero, desde luego, la aparición en su vida de una joven venida de las antípodas, aterrizada en Londres de una forma un tanto casual, y la complicidad surgida entre ambos, creo que llevó a nuestro héroe a desengancharse de la pléyade de bohemios que le acompañaban en aquellos estimulantes y azarosos días y concluir, en definitiva, que «la manera en que uno vive es algo muy distinto a la vida misma».

Quiero destacar y destaco, como diría aquel, esas sensaciones o impresiones, pese a que pueden estar totalmente equivocadas, porque me quiero ver o me veo reflejado en él. Porque siempre me he sentido o me quiero sentir atraído por personas o personajes un poco al margen, nihilistas, extravagantes, irracionales, a veces antihumanistas, huraños o estrambóticos, divertidos y reflexivos y no sé qué más adjetivos poner para señalar a esos otros grandes protagonistas de ‘A la deriva en el Soho’. Y, por descontado que él, Preston, se moja en esta historia mucho más de lo que yo he podido hacer (si bien, ahora que lo pienso, me dedico a lo que me dedico) y mucho más de lo que jamás haré. Y porque él, sea por el tiempo que sea, se mueve en ese alambre pseudomarginal huyendo de su anodina vida anterior, alambre que yo conozco, en realidad, a través de relaciones mucho más superficiales (sin querer, nuevamente, hablar de – mi – trabajo) y sin abandonar, en definitiva, mi pseudoburguesa vida.

Quizá por todo ello, uno de los fragmentos del libro que subrayé en rojo tras doblar la esquina superior izquierda de la página par en la que aparecía y que vuelve a entroncar perfectamente con el destacado al inicio de este texto, es el siguiente:

«Yo empezaba a familiarizarme con la idea de que los vagos del Soho no poseían el espíritu de iniciativa que cabría esperar de su género de vida; las únicas características que desarrolla la vida bohemia son la ineficiencia y la vagancia».

Pero no me malinterpreten al pobre Preston (ni siquiera a mí) a pesar del tono crítico y desencantado de lo mencionado. Él, de hecho y a pesar de ello, sigue con ellos y rebate y les sigue el juego y participa de sus costumbres, de sus delirios, de sus espacios y de sus excentricidades. Empatiza, claro, con muchos de ellos y les otorga su parte de razón en este mundo. Creo que, hasta cierto punto, los considera necesarios como contrapunto a la aburrida cotidianidad. Insisto: lo cree así pese a la ineficiencia (ineficiencia, ojo, recordemos, para la «iniciativa que cabría esperar de su género de vida») y la vagancia. Pues eso. Que yo. Que yo también. Que yo también les otorgo su parte de razón y empatizo y, hasta cierto punto, los considero necesarios y, en mi caso, trabajo por/para/con ellos (aunque no, digamos, con bohemios precisamente) pero desde esa equidistancia vital, cobarde, acomodaticia, burguesa… llamémoslo equis. O sea, no me atrevo a ser como ellos pero admiro que lo sean y me gusta la relación subrepticia que, de vez en cuando, he establecido o establezco con ellos.

Es más, y ya acabo, no huyan, creo que nuestro ya querido Preston, debido a su fulgurante deriva en el Soho, ya ha tenido suficiente y si se tuviese que hacer una continuación a la obra de Wilson ésta debería ser la de un hombre de mediana edad casado con la nezoelandesa conocida en esos días londinenses, que sigue pensando en la libertad (experimentada y reflexionada) pero con la certeza de que esa, aquella vida no es para él.

Y por si no ha quedado claro todo lo que he querido decir en estos párrafos, acudamos a los libros. Bueno, al libro. Es fácil. Vuelvo a pegar a continuación el fragmento inicial, impreso en la página 198 de mi ajada edición de ‘A la deriva en el Soho’, mi primera y fructífera lectura de este 2019:

“Yo vine a Londres porque quería encontrar una forma de libertad. Pero no creo que vaya a encontrarla en el Soho. Para mí, eso no es Libertad, tan solo es su apariencia (…). Esa clase de vida, vagabundeando por los cafés del Soho y durmiendo en el suelo, no me satisface. No creo que la respuesta sea encontrar un nuevo modo de vida. La forma, la manera en que uno vive, es algo muy distinto a la vida misma, y es esa vida misma lo definitivo e importante”

Y fin. No era mi intención realizar, ni mucho menos, una especie de reseña al uso de ‘A la deriva en el Soho’ (Colin Wilson) ni tampoco escribir una disertación tan rimbombante y pedante como la que ha salido. Mi idea era dejar algunas reflexiones, un poco a vuelapluma, derivadas de su lectura. Sorprendido estoy, eso sí, de lo que ha surgido, de cómo se ha derivado la deriva (en el Soho) habida cuenta que me acerqué a esta obra con ciertas reservas. De esperar algo más cercano a lo oscuro, lo desconocido, lo atávico, lo liminal (que, quizá, de una forma subjetiva por ahí andan, qué sé yo… y Carlos, perdóname los prejuicios, je) me encuentro con una especie de trip beat por las calles de Londres que, sin embargo, me resuena y, no sé, supongo que, en cierta forma, me remueve. Bienvenido sea, pues el revolcón.

Hambre. El Hambre.

Antonio B., El Ruso pasó hambre. Sufrió palizas, persecuciones, violencia, humillaciones, desdicha, exclusión, pobreza. Pero, sobre todo, pasó hambre. Un hambre que se contagiaba. Ramiro Pinilla logra, en la transcripción de los relatos que El Ruso le hizo para componer ‘Antonio B., El Ruso, ciudadano de tercera’, que al lector le duela el hambre. Sí, sé que esto queda muy bonito como figura literaria o metafórica y que, afortunadamente, yo no sé lo que es pasar hambre. Sí me lo puedo imaginar leyéndolo. O tampoco.

Acabo el libro de Pinilla e inicio ‘El hambre’ de Martín Caparrós, un ambicioso y amplio ensayo en el que el periodista argentino plasma un ingente trabajo en el que habla de malnutrición, hambrunas, causas, consecuencias, habla de un mal actual e histórico, fruto de las injusticias o de la injusticia, así, en general. Caparrós escribe recordándonos o haciéndonos saber que esto, el hambre, es la principal causa de muerte evitable del mundo. Evitable. Vivimos en un momento de la historia en el que hay comida para todo el mundo pero no está bien repartida. Evitable.

El hambre mata más personas cada año – cada día – que el sida, la tuberculosis y la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio, las sombras insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a lo incomprensible. El hambre se entiende demasiado aunque no existe: es un invento del hombre, nuestro invento.
Y podría ser, tan fácil, nuestro pasado inverosímil
”. (Caparrós, Martín. ‘El Hambre’, página 72. 2015. Anagrama)

Hay números y estadísticas pero nos recuerda que, muchas veces, estos números y estadísticas cosifican y, en cierta forma, silencian el hambre. Por ello, Caparrós se acerca, nos acerca, las vidas de niños, niñas, madres, padres, viejos, viejas, etcétera, cuya máxima prioridad, cuya máxima duda es saber si van a comer al día siguiente, contingencia que les acerca a humanos prehistóricos, a hombres y mujeres que vivían constante y únicamente para alimentarse.

Somos más humanos cuanto más saciados. Y somos más humanos cuanto menos tiempo debemos dedicar a saciarnos”. (Caparrós, Martín. ‘El Hambre’, página 84. 2015. Anagrama)

Mientras leo este volumen, creo haber engordado dos kilos. Los he engordado en mis vacaciones. Comida y descanso. Ocio. Tiempo en el que no me preocupaba si iba a comer al día siguiente. Una preocupación que no existe en mi mundo más cercano. Una preocupación que mantiene en vilo a millones de personas. Una preocupación que, al no resolverse, mata a 8 personas al minuto. O sea, mientras escribo esto, varias personas fallecen como consecuencia directa de no poder ser alimentados.

El hambre es el mal que más personas sufren, después de la muerte que sufren casi todas. Y es, por eso, el que más mata – sí, después”. (Caparrós, Martín. ‘El Hambre’, página 117. 2015. Anagrama)

Esto debería molestarme. Molestarnos. Pero tampoco sé muy bien cómo canalizar ese enfado. ¿Aportando dinero a una ONG que luche contra esta lacra?, ¿votando a partidos políticos que aborden este tema en sus políticas internacionales y nacionales?, ¿leyendo las seiscientas y pico páginas de esta obra y compartiendo algunas de las reflexiones que aporta, doblando esquinas de sus páginas y subrayando algunos fragmentos?, ¿yéndome de cooperante?, ¿haciendo un consumo responsable?, ¿alimentándome de lo que generan pequeños productores, evitando comprar a multinacionales que encarecen las materias primas alimenticias?, ¿ingiriendo menos carne?

Leer todo esto, eventualmente, pensar en todo esto podría provocar cierta culpa en los espíritus más débiles. ¿Para qué sirve la culpa? ¿Qué hacer con la culpa? ¿Es la culpa la emoción más apropiada para tratar de hacer algo? Y si no tratamos, ¿qué hacer entonces con ella? ¿O esa pequeña dosis de sufrimiento que la culpa te da ya cumple con su cometido tranquilizador y nos quedamos más tranquilos?
Lo más fácil, faltaba más, es no pensar. Se puede casi siempre
”. (Caparrós, Martín. ‘El Hambre’, página 154. 2015. Anagrama)

No sé si pido o busco respuestas para estas preguntas. Tampoco creo que sea fácil encontrarlas. Ni siquiera creo que el libro de Caparrós las aporte. En sus seiscientas y pico páginas (al menos en las doscientas y pico que he leído hasta el momento) señala a sistemas culturales, familiares, políticos y religiosos que generan pobreza, pobreza que, obviamente, provoca hambre. Se da caña a sí mismo, a nosotros, a todos. A los que nos inventamos justificaciones para sobrellevar mejor la carga que supone convivir con la realidad de que hay mucha gente que muere cada día por una causa evitable.

No hay ideología que haya funcionado sin convencer a los hambrientos de que lo son por su culpa, su culpa, su grandísma culpa”. (Caparrós, Martín. ‘El Hambre’, página 91. 2015. Anagrama)

La miseria que consiste en no creer ni haber aprendido ni sospechar que existen otras vidas y que las otras vidas no son siempre sólo de los otros.
El futuro es el lujo de los que se alimentan
”. (Caparrós, Martín. ‘El Hambre’, página 75. 2015. Anagrama)

No tienen plata, no tienen propiedades, no tienen peso: no suelen tener formas de influir en las decisiones de los que toman decisiones. Hubo tiempos en que el hambre era un grito, pero el hambre contemporánea es, sobre todo, silenciosa: una condición de los que no tienen la posibilidad de hablar. Hablamos – con la boca llena – los que comemos. Los que no comen generalmente callan. O hablan donde nadie les escucha”. (Caparrós, Martín. ‘El Hambre’, página 117. 2015. Anagrama)

Leo ‘El Hambre’ y me surgen estos apuntes a vuelapluma. Leo y escribo saciado, con la tranquilidad de que en unas horas volveré a ingerir alimento. Buscando respuestas o preguntas o qué sé yo. Seguiremos leyendo hasta el final aunque la pregunta que se repite sea: ¿cómo podemos seguir sabiendo lo que sabemos?

Imagen vía: reseña en PROSALUS de ‘El Hambre’ de Martín Caparrós.

Anotaciones rescatadas

Hoy he acabado una libreta. Es una Moleskine negra que me regaló Ana hará cosa de un par de años o así y que ya se ha llenado con anotaciones de lo más variopintas; desde productos para la compra pasando por apuntes del curro o de EducaBlog y llegando a títulos de libros o discos a adquirir. De vez en cuando, alguna idea, puntuales reflexiones o citas cazadas a vuelapluma. De esta última categoría (con etiqueta propia en este blog, todo sea dicho de paso), se nutre el grueso de este post.

Así, tras revisar la libreta entera para tratar de salvar algo que tenga continuidad en el recién estrenado bloc, me encuentro con una serie de notas que me retrotraen a un, llamémoslo, trabajo para un proyecto que pudo ser, aún es y puede que llegue a ser aunque, a día de hoy, esté en coma. Os dejo con ellas. No me extenderé más. Para el 99% de los que podáis leer esto, las siguientes frases y palabras no tendrán ningún sentido. Para cuatro personas concretas, sí. Buenas tardes.

«Si te vas, te dejo de hablar».

«¿Vosotros vais a ser los cronistas de mi época?»

«Cuando abandonó el marxismo, le marcaron con una equis».

«Yo, tres niñas y una escopeta».

«Una grapadora Wolfcraft».

* La imagen que acompaña esta entrada es uno de los resultados que da Google al buscar «grapadora Wolcraft».

Notas a vuelapluma de una tertulia sobre trascendencia, azar y eneagramas.

tunel

La trascendencia. El azar. El eneagrama. El discurso. Quién me iba a decir a mí que el ir llorando sobre la mala suerte que persigue a mi equipo de fútbol tras caer eliminado en Copa del Rey iba a acabar (de)generando una conversación así. La inescrutabilidad, añado.

Yo no sé explicar muy bien qué es eso que me aterraba de niño y que en la actualidad me fascina. Esa percepción de exclusividad vital, de unicidad, de conexión con mi propio ser. Esa consciencia (si es que puede ser consciencia) de que estoy sentado delante de un ordenador tecleando este escrito. Que lo hago yo. Una persona. Esta persona. Mi persona. Yo. Me toco un brazo después de escribir ésto. Sigo sin saber explicarlo. Me encanta, por otra parte, no saber explicarlo. Me pareció entender a mi contertulio que las religiones nacieron precisamente con el fin de superar ese miedo a no encontrar explicación a esa aterradora y fascinante sensación. Y que, más o menos, de eso va un poco todo el rollo de la trascendencia. No sé, me suena todo muy new age, la verdad, y nunca me he considerado yo muy espiritual aunque quizá lo sea. Y ya no tengo pelo para dejarme coleta.

El azar, por otra parte, quedó un poco denostado. La suerte, la fortuna, ese concepto abstracto al que muchas veces nos agarramos para, nuevamente, tratar de explicar(nos) cosas. Creo que lo sustituimos por confianza o autoconfianza. Creer. Creérnoslo. La profecía autocumplida y tal. El efecto Pigmalión. Llámalo fe, qué sé yo. Y salió, claro que salió, el nombre de Simeone como ejemplo. Igual pecamos de evidentes y de obvios pero, ojo, los datos le han respaldado. Este tipo parece que generó confianza en el Pupas. Y se lo han creído a pies juntillas.

Y el discurso. O, mejor dicho, la narración del discurso. Que llegue el gurú y difunda su mensaje pero que tenga altavoces, resonancia. Siguiendo con el fútbol como ejemplo, recordamos a la Roja cuando aún no lo era. Mi compañero dijo que fue Luis Aragonés quien rebautizó así a aquella España que hasta 2008 no pasaba de cuartos de final. Un rebautizo, una refundación, un cambio. Y una cohorte de voceros dispuestos a difundir la nueva buena y una audiencia que se la cree. Todos los medios hablando de La (nueva) Roja y creyendo en que algo había cambiado. Campeones de Europa. Algo cambió, sí.

Autoconfianza, fe, nuevo discurso y nuevas formas de narrarlo y difundirlo.

Y ya tampoco me preguntéis como pasamos a hablar del Eneagrama de la Personalidad. Y aquí ya no me pidáis reflexiones tan sesudas (lo digo como si las anteriores lo hubieran sido). Me quedo con lo anecdótico, con el colorín: soy un siete, un 7, soy un puto cienfiebres que hoy tiene que plasmar por escrito lo que disfrutó teniendo una tertulia así y mañana quilosá qué será lo próximo que le entusiasme.

Buenas tardes.