LA FIEBRE. Repulsión a un empresario contagiado.

Empezó a tener los primeros síntomas hora y media o así después de comer. Antes, por la mañana, se había recorrido 150 kilómetros para reunirse con otro empresario al que acabó vendiéndole un par de locales. A la vuelta al pueblo se tomó un café con el técnico que habitualmente le arreglaba las cámaras frigoríficas de los bares. Más tarde fue a comer a uno de sus restaurantes con unos cuantos comerciales y ya, entonces, regresó a casa.

Fue ahí cuando empezó a encontrarse mal. Cansancio, tos y mal cuerpo. Pero nada lo suficientemente grave como para quedarse y no atender a sus negocios. Esa tarde tenía que alternar por los bares del pueblo, dejarse ver y ofrecer sus servicios, además de promocionar el nuevo pub que había abierto justo antes de la pandemia y que, ahora que se podía volver a salir, quería reflotar.

Así que por ahí anduvo toda la tarde hasta bien entrada la noche. A su regreso a casa, estaba peor, se tomó un ibuprofeno y se metió a la cama. Pasó una noche de perros, con fiebre bastante alta y muy mal estado en general. A la mañana siguiente, pese a que seguía teniendo compromisos propios a su posición, decidió aplazarlos y llamó a la doctora del ambulatorio del pueblo. Ésta le encomendó que se quedase en casa y le dijo que iba a mandar a un sanitario para hacerle el test del Coronavirus.

Veinticuatro horas después se confirmó el diagnóstico: dio positivo en COVID-19. A partir de ahí se puso en marcha el rastreo de sus contactos esos días. Muchos. Un empresario de su categoría tiene muchas relaciones diariamente. Mucho movimiento. Una semana después los casos positivos se habían multiplicado exponencialmente por la localidad e incluso fuera de ella y las autoridades decidieron decretar el confinamiento para la población con el fin de contener la expansión del contagio.

La gente, harta después de tres meses de encierro, comenzó a canalizar su frustración hacia el empresario, paciente cero del brote. Pero no se detuvieron ahí. Por extensión comenzaron a señalar a otros propietarios o patronos, acusándoles de propagar el virus por mantener a flote sus negocios y demás. Pedían que se les expulsase del pueblo, que se boicoteasen sus productos. Ni siquiera sabían si esos otros estaban contagiados o no pero les daba igual. El miedo se había propagado a la misma velocidad que el virus.

Esto es un relato de ficción. Sin embargo, la realidad empieza a aportar episodios que no están lejos de esta pequeña pieza. Eso sí, los protagonistas distan de ser empresarios. Hablamos de inmigrantes que llegan en pateras, de temporeros que trabajan en el campo. Empiezan a abundar los bulos que señalan a estos colectivos como portadores del virus. Extranjeros pobres señalados, insultados y expulsados. Personalmente, ya he escuchado unas cuantas conversaciones en las que se busca apaciguar el miedo a través de un chivo expiatorio. El de casi siempre. Esperemos que esto no vaya a más y que podamos hacer el ejercicio de recordarnos que esta historia es transversal, que cualquiera podemos contagiarnos y contagiar. Esperemos poder frenar esta curva xenófoba o aporofóbica o que no suba demasiado. Joder, ¿no se suponía que íbamos a salir mejores que antes? Es hora de demostrarlo.

Imagen vía Paredes que Hablan.

Cuatro cartas

Encontré las cuatro cartas en una de esas cajas de galletitas danesas que luego las madres convierten en costureros. Estaban en una bolsa de una tienda de discos. Una bolsa de pequeño tamaño, de esas para guardar CDs. A decir verdad, no me acordaba de las cartas pero en cuanto las vi, su contenido emergió en mi cabeza de forma casi fotográfica. Así pues, las saqué de la bolsa, las ordené cronológicamente y vi que con ellas se podía contar una historia de amor y, desgraciadamente, de amistad.

Recuerdo que la primera, en su día, olía a chicle de fresa. Al chicle de fresa que yo siempre le pedía y ella me daba gustosamente. Sonrío imaginándola impregnando la hoja cuadriculada con el papel de Trident. Junto a la carta añadió una foto. Una foto de ella. La foto permanece. El olor a chicle de fresa, no. Lógico después de más de veinte años. Una foto de ella, decía. Radiante, preciosa, guapísima. Quiero pensar que eligió su mejor retrato para mí. Y sus letras. Nerviosas, emocionadas: que si la hago temblar, que si necesita llamarme a diario para escuchar mi voz… Y acabar con un ¡¡TE QUIERO!!, así, en mayúscula y con doble signo de exclamación, de apertura y de cierre. Me embargó entonces y me embarga ahora.

La segunda carta también adjuntaba foto. No estaba tan guapa y el protagonismo de la misma no recaía en ella, en su rostro o en su cuerpo. Lo hacía en un parche del escudo de mi equipo de fútbol favorito clavado con una chincheta en el corcho de su habitación de estudiante. En el corcho también se distinguían otras fotografías, de ella con amigas fundamentalmente. Quizá fuera del encuadre habría alguna nuestra, de los dos, en pareja, pero no se veía. Quizá no la había. Que ella aludiera a mi pasión futbolística era un guiño cariñoso, pero no romántico. Yo no quería hablar con ella de fútbol o yo no quería que ella me hablase de fútbol. En su escrito me hablaba del equipo, que leía noticias sobre él y se acordaba de mí. Pero no había ni temblores ni necesidad de llamarme a diario ni olor a chicle de fresa ni un te quiero en mayúscula y entre exclamaciones al final del mismo. Había un te echo de menos, eso sí, que tampoco estaba mal. Supongo.

Otra foto en la tercera. Ella, guapísima de nuevo, acompañada de sus amigas y amigos en un bar de la ciudad en la que estaba de Erasmus. El grueso de la misiva se centra en sus peripecias por Europa: sus viajes por Interrail, sus amistades, sus juergas, los exámenes, su nivel de inglés… Se le notaba exultante, feliz… esto debería alegrarme pero, al mismo tiempo me hiere o me hirió, me escuece, me escoció. Se despide con un besazo. Un besazo.

Releo el final. La cuarta. Conozco el desenlace. Aunque no haga spoiler se intuye el final de la historia. Es una carta más corta. No hay foto. El contenido es un tanto vacuo. Contaba que había regresado, que estaba cerca de casa pero que andaba liadísima con el máster. Que ya nos veremos, si eso. Si eso. Suena a despedida. También rememora algunos buenos momentos que pasamos juntos. Escribe que nunca me olvidará, que siempre tendré una gran amiga a quien acudir. Una gran amiga. Fin.

Veintitantos años después, toparse con unos papeles escritos a boli en una caja de galletas danesas y que surjan sonrisas, mariposas en el estómago, dolor incluso. Las vuelvo a guardar en la bolsa y la bolsa en la caja-costurero. Y me siento al ordenador. Y pienso que yo nunca le escribí a ella.

¿Has repetido?

Le volví a ver el otro día. Junto a una sucursal de una entidad financiera. De pie, sus labios pegados a un micrófono, tocando una guitarra española; en el suelo, la funda del instrumento para recolectar las monedas que la gente tenga a bien echarle por escuchar sus tonadillas.

Unas canciones sensibles, románticas, con letras típicas, evidentes. Glosas de cantautor enamorado o herido de amor, que es lo mismo. Versiones dulcificadas de temas clásicos de pop. Todo muy blanco, muy inofensivo. Inofensivo. Ya ves. Cualquiera diría que el autor de dichas interpretaciones fue el que hace un cuarto de siglo me desvió el tabique nasal de dos patadas en la cara.

No puedo evitar fijarme en él cada vez que le veo tocando su guitarra en la calle. A pesar de los golpes que me propinó y del miedo que me hizo pasar durante algunos fines de semana, no siento rencor, ni tengo ganas de venganza. En realidad, no me inspira casi ninguna emoción. Como mucho, se me dibuja una sonrisa en la cara pensando que verle me hace rememorar aquella tarde y, por tanto, me brinda la oportunidad de contarlo todo. Otra vez. Pero ahora por escrito y a un público potencialmente mayor.

Fue el fin de semana inmediatamente anterior a empezar 1º de BUP. Sentados en un banco de la “parti”, charlábamos tranquilamente cuatro amigos. De repente, un grupo de adolescentes, de, aparentemente, edades parecidas a las nuestras aparecieron a nuestro lado. Eran más. Nos doblaban en número. Rodearon el banco. Uno se sentó entre dos de nosotros y otros dos se pusieron enfrente, de pie. Uno de ellos se erigió en portavoz del grupo. El cantautor. El actual poeta urbano.

Comenzó diciendo cosas intrascendentes que no recuerdo bien para, a continuación, preguntar a qué colegio íbamos. En la sucesión de respuestas de mis tres amigos y de la mía propia, además de escuchar la de nuestro interlocutor, no caí en la cuenta, ingenua y desgraciadamente, que el futuro trovador estaba escolarizado en el centro enemigo al mío. Bueno, más bien el que recién acababa de abandonar para iniciar mi andadura en el instituto.

Precisamente, en relación al momento académico de los presentes, es cuando se desencadena el fatal desenlace. A la pregunta de en qué curso estábamos, todos respondemos 8º de EGB y/o, como era mi caso, a punto de empezar 1º de BUP. Nuestro divo, sin embargo, afirmó hallarse haciendo 6º. En vista de su aspecto físico, de sus dimensiones, de su porte, incluso de su forma de expresarse, mi mente supuso que esta incoherencia sólo podía deberse a algún desliz académico y, ni corto ni perezoso, inquirí: ¿HAS REPETIDO?

Se destapó la caja de los truenos. Mi interlocutor, el futuro romántico cantautor, en dos rápidos movimientos propios de un cinturón negro de karate, me cruzó la cara de dos precisos puntapiés. A ver, supongo que íbamos a cobrar de todas todas, estoy seguro de ello, de que venían a eso, pero, bobo de mí, le puse en bandeja de plata la oportunidad por el hecho de querer saciar mi curiosidad y por pecar de empático (¿en qué estaría pensando, maldita sea, en brindarle apoyo escolar para ayudarle a mejorar?) De hecho, no creo siquiera que se sintiese ofendido ante la pregunta “¿has repetido?”, pero, puestos a buscar una excusa para demostrar sus capacidades en lo que a artes marciales se refiere, pues eso, que se lo dejé a huevo. O sí, quién sabe, igual sí le molestó y, vaya usted a saber, igual ese fue el acicate que le llevó a sentarse a componer piezas tiernas y desnudas que, a día de hoy, comparte en la vía pública, tras, eso sí, descargar su furia sobre mi pituitaria.

Apéndice, dicho sea de paso, que empezó a sangrar profusamente tras recibir los impactos del proto-rapsoda y que hizo que, ante la visión de la hemorragia, el bardo y sus secuaces huyesen rápidamente, dejándonos a mí y a mis amigos, con un palmo de narices, nunca mejor dicho. Llorando y herido, subí a casa y mi hermano, alarmado al ver lo sucedido, salió como alma que lleva el diablo en busca de los atacantes, pero no logró darles alcance (si llega a alcanzarlos seguramente nuestro futuro artista habría cantado la Traviata) De hecho hoy es el día que ni siquiera me atrevo a decirle que el cantautor de la esquina, ese que interpreta temas tan vomitivamente edulcorados, es el que me mandó a San Eloy con la porra como un pimiento.

Ay. Me quedo un rato ensimismado, mirándole, escuchándole. Supongo que él supone que estoy prendado ante sus edulcoradas y diabéticas composiciones y parece que incluso se esmera más en rasguear su guitarra, en mejorar la entonación y el chorro de voz. Él, claro, no me reconoce. Imagino que sólo sería una víctima más de sus años de furia pre-adolescente. Le escucho pero no le escucho. Solo le veo, nos veo, en aquel banco de la particular, yo preguntando si había repetido y él elevando, cual Jean Claude Van Damme, su pierna para impactar en mi rostro. Por un momento, se me pasa por la cabeza echarle una moneda pero recordando lo susceptible que es el muchacho, me alejo de él con una sonrisa en la boca. A pesar de todo.

* La foto la he sacado de aquí, de un banco de imágenes libres de derechos y tal.

Las manos siguen frías

Desentumezco los dedos. Escribo esto ahora para desentumecerlos. El corrector del word me subraya en rojo desentumezco y desentumecerlos. Me resulta extraño que las primeras palabras de este texto sean esos verbos, en esas formas. Verbos que no parece reconocer la máquina, el procesador de texto. Me dan ganas de parar. Casi hasta de llorar. No. Confesaré que esto último es una especie de licencia que he añadido al releer este primer párrafo. No, no he sentido ganas de llorar.

Esto que nos ocupa me ha sobrevenido hace un par de horas o así, mientras fumaba un cigarro. He inhalado humo y he chupado frío. He bajado con una chaqueta fina al portal de la oficina. Y con un café de máquina. Si hubiese quitado la tilde a máquina, la esdrújula sería una llana y habría rimado con fina y oficina. Lástima de reglas ortográficas y gramaticales.

Bebía y fumaba con una fina chaqueta ya de noche, decía. Noche cerrada. Mucha gente abandonaba ya el edificio tras acabar su jornada laboral. Yo sólo me tomaba un pequeño descanso. En él, he decidido, decía, empezar a escribir algo para desentumecer los dedos. Curioso: el procesador de texto no me subraya ahora el infinitivo.

Las manos siguen frías. Pensaba que al escribir esto las calentaría. O, al menos, templaría las falanges tecleando. Al usar ese sinónimo, falanges, para no volver a decir dedos me ha sobrevenido una sonrisa. ¡Qué tontería! He pensado en el otrora sindicato o partido o lo que fuese: la Falange. La Falange Española. Lo que iba a ser un ejercicio para desentumecer los dedos parece virar hacia un texto en el que incluir referencias políticas. Puedo desviarme, de hecho, al ascenso de VOX y tal. Realizar una reflexión acerca del auge de la extrema derecha en Europa. En breve, de hecho, empezaré a leer ‘Ilska – La Maldad’ que versa, precisamente, sobre esto. Pero no.

No. No estoy ahora aquí para eso. Que va. He abierto un documento en blanco para desentumecer los dedos. Ahora voy a poner en cursiva, en el párrafo anterior, dedos y falanges y, a continuación, voy a buscar un sinónimo para desentumecer. Y también lo voy a poner en cursiva. Esperad. Ya está: desentorpecer, desadormecer, desentumir, reavivar. Os confesaré que también he buscado un sinónimo para dedo. Y no: falange no aparecía como sinónimo. Mejor. Era la excusa que necesitaba para no llevar este escrito hacia vericuetos ideológicos.

Desadormezco los dedos. Los desentorpezco, los reavivo. Pero las manos siguen frías. He salido a cuerpo gentil a la calle, a fumar y a beber sucedáneo de café y ahora no entran en calor. Tampoco estoy tecleando de una forma compulsiva, obsesiva. Y eso que me gusta imaginar que lo que va surgiendo a medida que avanzo en este escrito es una especie de declamación sin sentido como la de aquellos artistas que igual, qué sé yo, en los años 20 o 30 del siglo pasado practicaban algún tipo de escritura automática de la que brotaban textos inconexos, con poco sentido y que, estos sí, golpeaban con fruición las teclas de una vieja Olivetti llevados por no sé qué motivación. Aunque a lo mejor lo hacían a mano. En un café lleno de humo. No me pararé a buscar ahora información sobre ellos en la red para saber qué instrumento utilizaban, para saber en qué década lo hacían, ni siquiera para comparar esta serie de párrafos aburridos con lo que en mi cabeza visualizo como escritura automática o algo de esa índole. No quiero hacerlo para que no se me enfríen más las manos y, sobre todo, porque no quiero que penséis que con esta perorata absurda pretendo emular a aquellos bohemios que buscaban vete a saber qué mediante ejercicios así. No. No quiero parecer un impostor aunque sea demasiado tarde.

Además, he sido sincero desde el principio: esto ha surgido para desentumecer los dedos, las falanges (ay, no), para desentorpecerlos y reavivarlos, tras un café y un cigarro. Como una especie de entrenamiento para hipotéticos futuros nuevos textos que no interesarán a nadie. Ya es suficiente. Se ha producido un salto de página y estoy en la dos. Ya vale. Te compadezco si has llegado al punto y final. Gracias por ayudarme a desentumecerlos.

Las manos siguen frías. Son las de la foto. Frías y feas. Es difícil que unas manos salgan bonitas – una mano – en un picado con el teléfono móvil.