
Esto se acaba amigos.
Amaneció el sexto día nublado e incluso cayeron unas gotas de lluvia. Ante tan extraordinaria situación, los responsables del hotel nos reunieron a un grupo de vascos y vascas para tranquilizar a la gente. Tuvimos que explicar que, efectivamente, existen las nubes y que incluso, a veces, tapan al sol. Y que, en ocasiones, cae agua del cielo. Algunos no se creían que estemos acostumbrados a ello y que antes de venir aquí tuvimos que formarnos en cómo comportarnos ante esa regular presencia del sol, esa bola amarilla que para nosotros y nosotras sí que es algo inaudito.
Aún con nubes y aún con las pejigueras voces de nuestros vástagos protestando, acudimos a la playa. Acordamos con ellos que al día siguiente (o sea, hoy) pasaríamos toda la jornada en el hotel para despedirnos como mandan los cánones de los toboganes acuáticos y del all included. Por lo que ayer, como digo, tocó despedirse de las aguas mediterráneas, revueltas y oscuras para la ocasión. Volveremos a ellas, no me cabe la menor duda.
Pero hoy, como digo, a tope en el complejo. Un espacio cada vez más concurrido. Sigo sin saber cómo funciona el asunto del aforo pandémico aquí ni si se están cumpliendo con las distancias en todo momento, etcétera. De nuevo, indicador de que esta semana por acá ha servido para desconectar del tema del apotema. Sea como fuere, más gente, decía. Nuevos clientes. Ay, míralos cómo llegan, blancos, perdidos ante la ingente oferta de ocio, sin saber muy bien si tirarse por el tobogán amarillo o por el del túnel o si es preciso comerse un perrito antes de cenar o no. Novatos, nos decimos los veteranos, mirándonos con complicidad y diciéndonos que el hotel molaba más hace una semana, cuando no era mainstream, con la primera maqueta y tal.
Hablando de clientes, tópicos internacionales vistos con estos ojos: un inglés rapado, bien de tinta sobre su blanquísima piel, pidiendo sus cañones de cerveza y ofreciéndole a su hijo de unos ocho años que beba. Era en un tono de chanza buscando el guiño con el camarero, pero todos sabemos que ese niño, en no muchos años, estará trasegando pintas en el pub como si no hubiera mañana; una italiana, morenísima ella, se dirige a su hija desde la hamaca en un tono de aparente enfado. No hace falta decir cuál fue el gesto no verbal que acompañó su retahíla, ¿verdad? Sí, efectivamente: yemas de los dedos juntas y movimientos ondulantes de muñeca hacia arriba y hacia abajo. Creo que no lo he descrito muy bien, pero, vaya, sabéis de sobra a qué me refiero. Sí, ése.
Ha habido otro cliente del que me he hecho fan. Un tipo, normalmente ataviado con camisetas que acreditan (también lo hace su cuerpo) que ha corrido y corre maratones y medias maratones, dándolo todo (TO-DO) con sus hijas: jugando al pilla-pilla, juntando los pies con ellas para rifar a ver quién se la queda, jugando al UNO… lo cual me lleva a conectar con algunas de las conversaciones mantenidas en este periplo menorquín con Ana y Dani e Isa, nuestros paisanos con los que hemos coincidido aquí, y en las que no acertábamos a recordar a nuestros padres dedicando mucho de su tiempo a jugar con nosotros, quizá porque era otra época, porque éramos los pequeños de varios hermanos… y, por supuesto, no es algo que nos haya marcado negativamente, creo yo, lo cual no quita para aplaudir al susodicho maratoniano juguetón.
Y por último, tras mencionar a Dani e Isa, me topo ayer tarde con otra feliz coincidencia: una llamada de mi querido Edu P. Que está aquí, en Menorca, recorriendo la isla en furgoneta. ¡Qué fuerte! A ver si esta tarde puedo despedirme del archipiélago tomándome una cerveza con el susodicho y su acompañante, aunque ello suponga romper el pacto de no abandonar hoy el hotel que ha protagonizado este diario vacacional pandémico y del que, como digo, nos vamos ya despidiendo. Mañana os cuento, me temo que ya desde Barakaldo.