
La familia duerme. Yo ya no, pero lo hice anoche según llegamos a la habitación, por lo que la entrada número tres de este diario vacacional pandémico la incluyo en esta jornada número cuatro. Y es que nos fuimos un poco tarde a la cama ya que nos quedamos viendo un espectáculo de estos de variedades para toda la familia ofertado por el propio hotel. Un tipo con un horrible violín eléctrico (la vergüenza de los violines) interpretando archiconocidas canciones populares, aderezaba los interludios entre las actuaciones de dos chicas y un chico que hacían acrobacias, danzas del vientre y malabares varios.
Estuvo bien, pero a mí me divertía más mirar al respetable, al público, o sea, a la clientela del complejo turístico; parejas arregladas sin dirigirse la palabra que parecían decirse (pero no lo hacían) «¿cuándo nos vamos a la cama?»; niños y niñas sentados en el suelo bebiendo granizados azules de sabor químico; ingleses con cañones de cerveza y chupitos de whisky grabando con sus móviles la actuación entera.
Por la mañana, me llamó la atención una chica tumbada en su hamaca leyendo un libro mientras hacía grandes aspavientos y muecas y ponía expresiones como de sorpresa o emoción mientras leía. Yo no estoy teniendo excesivo tiempo para leer. Estar pendiente de dos niños es lo que tiene, claro. Aún así, en las siestas aprovecho para darle al tocho que me he traído en papel (El día del Watusi, de Casavela, para los curiosos) y por las noches, con la luz apagada, tiro del Kindle para leer relatos de Arthur Conan Doyle. No creo que ninguno de ellos me generara tan efusivas reacciones físicas como las de la chiquita esa leyendo a una tal Julia Quinn (sí, me fijé en el título de lo que leía)
Ayer ampliamos la gama de actividades: Ana hizo yoga, jugamos al pingpong (hay un crío escocés – supongo – con la camiseta del Glasgow Rangers que juega la hostia y le quiero retar) y comimos un perrito caliente a las 12:30 o así de la mañana. E hicimos un pequeño tramo del Camí de Cavalls entre las quejas y súplicas de los niños por regresar a la piscina. Antes de jubilarme, tengo que hacer esta ruta entera, del tirón.
También ampliamos tertulias: con mi amigo Dani, de la COVID (ya verás cuando volvamos a casa, me dijo… y me pregunto: ¿es el hotel una especie de burbuja profiláctica anti coronavirus del que sólo nos acordaremos cuando regresemos?) y del Baraka, claro; con una pareja asturiana, de L’Entregu, con cuyo hijo, Marco, Telmo ha hecho amistad; de patrimonio industrial y minero, de los privilegios de los vascos frente a otras comunidades porque nos los hemos peleado o por bisagras políticas, de la Revolución asturiana del 34 y del Caudal de Mieres y la UP de Langreo. Te cagas.
Hoy no he usado lo de «la familia duerme derrengada» (ni mencioné al tabaco porque no encontré el estanco). Y no lo hice porque se supone que hemos venido a descansar y porque, para cansancio, el de los trabajadores que estaban construyendo una lujosa finca a pleno sol; y el de todo el personal que nos pone copas, hamburguesas a deshoras, recoge hamacas, entretiene a las criaturas, etcétera. Los y las currelas estivales. Extraña sensación. Para que nosotros descansemos (aunque acabemos destrozados) y disfrutemos, otros están al pie del cañón. Así está montado. La industria turística. Siempre dispuesto a saludar y a agradecer a todos estos currelas su labor. Y a odiar a quien los trata con desprecio e ínfulas de superioridad que, desgraciadamente, los hay.