
Nunca había estado de vacaciones en un hotel con dos hijos. Con los míos. Nunca con pulsera. Nunca con pulsera de esas de comerte un taco y tomarte un gintonic por la cara a las seis de la tarde. Nunca había salido de vacaciones en el contexto de una pandemia mundial.
Tengo wifi, alcohol y una terraza. La familia duerme derrengada. Echo de menos el tabaco. Me apetece hacer una especie de relato diario de estas peculiares vacaciones.
Un niño se ha pasado tosiendo todo el viaje en autobús del aeropuerto al hotel. Un niño sin mascarilla dada su corta edad. Tos perruna e insistente. La tensión se mascaba en el ambiente.
No recordaba el concepto bufé. Me genera ansiedad. Y gula. Me encanta que algo tan poco glamuroso provoque que la gente se arregle mogollón. Al menos, para la hora de la cena. Parece un convite de gala cuando, en el fondo, es más bien todo lo contrario. Me encanta.
Mi primogénito está a tope. Quiere hacer y disfrutar todo. TODO. TO-DO. Un aldraguero en la ribera navarra. Un “todos los pitos quiere tocar” que diría mi madre. Me encanta que sea así aunque agote. Digno hijo de su padre
Me siento a escribir esto y me digo que no debería. Que el rollo es no hacer nada. La obligación de no hacer nada. Una especie de oxímoron. Si también he de vivir la inactividad como un deber estamos jodidos.
Mañana vuelvo, según las notas de voz que vaya grabando para esta especie de diario vacacional pandémico entre chombo en la piscina, paseo playero, all you can eat y cerveza vía pulsera.