Birmania

Cuando por fin decidimos ir de viaje a Birmania, nos dijeron que había que mandar una carta a uno de los generales. Y que, además, en esa carta, yo no podría ser Educador Social ni Ana doctora. Que les iba a costar entenderlo. Me transformé en abogado y Ana cambió a categoría de enfermera.

Cuando llegamos al aeropuerto de Rangún o Yangon, lo primero que me llamó la atención fue que nos recibieron unas mujeres ataviadas con uniforme militar caqui, falda y calcetines blancos sobre zapatos de tacón negros. Un look bastante extremo para recoger nuestros visados de turista y nuestros pasaportes.

Cuando íbamos por las calles de la capital o de Mandalay o de alguna otra gran ciudad, nos sorprendía la gran presencia de monjes y monjas budistas, casi en cualquier sitio. Pese a vivir en una dictadura militar, la presencia de soldados no era tan evidente, pese a que nuestra guía nos decía, siempre bajando la voz, que estaban, siempre estaban.

Cuando ella, la guía, de cuyo nombre no logro acordarme (sí me acuerdo que aprendió español en Salamanca y que era muy glotona y le encantaba comer), se atrevía a hacer algún comentario cercano a lo político, siempre en algún lugar en el que no hubiese nadie cerca y siempre bajando el tono, lo hacía para rendir pleitesía a la Señora, Aung San Suu Kyi, lideresa de la oposición a los militares en aquel entonces, miembro del gobierno desde 2016 y símbolo de la democracia del país asiático. Y Nobel de la Paz, por cierto. Una Nobel de la Paz que, sin embargo, ha sido cuestionada por su inacción ante la “limpieza étnica” de los Rohingya en su país.

Cuando pasamos cerca de un arrozal, me pareció ideal sacar una foto a un nutrido grupo de agricultores que se afanaban en recoger el cereal. Rápidamente, nuestra guía me recomendó no hacerlo ya que, según me dijo, aquellos recolectores eran presos. Poco después de aquella advertencia, vimos como un coche era parado por una patrulla militar. Al parecer, según nuestra guía, es posible que a los que iban en aquel coche, se les hubiese ocurrido lo mismo que a mí. O sacar una foto a un puente o tratar de acceder a algún lugar prohibido por los soldados.

Cuando regresamos a casa tras más de tres semanas recorriendo ese maravilloso país que es Myanmar o Birmania, caía en el tópico de la sonrisa de sus habitantes, en la amabilidad de sus gentes. Tópico que, no por serlo, deja de ser menos cierto. También hablaba del hecho de que por vivir bajo una dictadura militar, la influencia occidental era menor y eso lo hacía aún más atractivo, pero que, aún así, ojalá sus habitantes obtuviesen pronto la democracia.

Cuando estuvimos en Birmania fue en 2009, en nuestra luna de miel. Varios años después recuperaron cierta “normalidad” democrática, la cual, desgraciadamente, se ha vuelto a ver truncada hace escasos días. Me da mucha pena pensar que algunas de las escenas descritas puedan repetirse de nuevo, aunque seguro que la sonrisa de los birmanos siga iluminando ese país que, desgraciadamente, está de actualidad estos días.

* La imagen que acompaña este texto es una de las muchas que hice en aquel viaje. Esta es en alguna pagoda de la zona de Bagán.

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