Igual no está bien que yo lo diga y supongo que hay una importante carga de subjetividad al afirmar que considero a mi mujer como una persona tranquila y equilibrada. Nada histriónica, nada exagerada en situaciones que llevan a la efusividad ni en las más dramáticas. Podría definirla, en este sentido, como muy racional, algo propio habida cuenta de su formación académica y profesional. Ella es médica.
De las pocas ocasiones que se ha salido de ese perfil descrito, una de ellas ocurrió, precisamente, por su formación académica y profesional. Por ser médica. Podría decirse que fue irracional por saber demasiado, por tener demasiados conocimientos. Me explico.
Mi mujer no llevó demasiado bien, a nivel psicológico, los dos embarazos de nuestros hijos, sobre todo el primero. Y no porque a ella o al bebé les pasase nada. No había ningún motivo objetivo para preocuparse. Pero ella sabía. Tenía los conocimientos científicos suficientes para saber los riesgos inherentes al periodo de gestación. De hecho, una vez dio a luz la irracionalidad desapareció. En definitiva, puedo concluir que el saber demasiado, en este caso, no contribuyó a un bienestar emocional.
Desde la irrupción del coronavirus en nuestras vidas, hemos tenido y tenemos la oportunidad de saber mucho sobre el propio bicho, sus efectos, sobre pandemias… personalmente, desde mi miedo o hipocondría, he de admitir que a medida que leía o me informaba más sobre el COVID-19 mi bienestar emocional se resentía. Por el contrario, cuando tomé la decisión de no sobreinformarme he notado que mis niveles de ansiedad han disminuído.
Nuevamente, pues, ¿podríamos aseverar que a mayor ignorancia mayor felicidad?
Sé que plantear este dilema así es una exageración. O sea, que, en principio, no hay dilema. En ambos ejemplos intervienen miedos más o menos racionales y, además, hay que entender que tener estos u otros miedos en determinadas situaciones de estrés, de afectación hormonal o de, joder, pandemia, es absolutamente normal y eso no conlleva per sé una situación de ansiedad anómala. Pero no deja de ser menos cierto que en estos y otros casos la ausencia de conocimiento aminora o aplaca los miedos.
En fin, está claro que el conocimiento, la información, la verdad está ahí, no va a desaparecer (me recuerda lo que escribía el otro día) y también puede ser (¿es?) útil para tomar determinadas medidas y para activar, digamos nuestros propios mecanismos de defensa.
Queda claro, por tanto, que, como siempre, no tengo nada claro. Supongo que el hecho de que LA FIEBRE me genere estas dudas me inhabilita para, por ejemplo, seguir con la lectura de «En defensa de la Ilustración» de Steven Pinker. Pero es lo que tiene LA FIEBRE, que resucita diatribas que, para mi consuelo, son compartidas. Recuerdo algunas tertulias al respecto en las que lo único que concluíamos era que a veces se vislumbran momentos en los que es preferible ser espectador de telebasura o consumir best-sellers inocuos y que el saber demasiado, por tanto, sólo genera más dudas y, a veces, más malestar, si bien los momentos de felicidad que pueden generar son más intensos. Ahora, en plena pandemia, ¿en qué momento estamos?
Hasta aquí. La entrada de hoy en esta especie de pseudo-diario vírico LA FIEBRE (la fiebre de todas las fiebres) va dedicada a todos esos profesionales sanitarios que, por supuesto, bregan contra el virus cargados de sus miedos y de sus irracionalidades. En especial, como comprenderéis, se lo dedico a mi chica.
Barakaldo, 6 de abril de 2020.
* La imagen es de mi colección de Paredes Parlantes.