Ha ido todo demasiado deprisa. Demasiado rápido. Va todo demasiado rápido. Sigue yendo. Y no me da. O no quiero. O no puedo. Y mira que veo claro que quiero escribir sobre esta pesadilla del Coronavirus; a modo de desahogo, de pseudo-terapia o incluso, desde un punto más narcisista, a modo de crónica personal de unos días, de unos momentos que, desgraciadamente, quedarán marcados en la historia del mundo, de nuestro mundo. Pero no me da. Porque el avance del jodido bicho, desde todos los puntos de vista, me zarandea de un lado a otro y no me centro.
Pero, finalmente, he podido o he querido. Me ha dado.
Todo muy deprisa. Parece que fue ayer (y fue casi literalmente ayer) cuando salieron las primeras noticias de un virus que causaba estragos en no sé qué región de China. Luego aprendimos que dicha zona era Wuhan y que en ella iban a confinar a once millones de habitantes para tratar de frenar los contagios de un coronavirus al que luego afinaron la denominación como COVID-19. Y entonces, confieso, no me llevaba las manos a la cabeza especialmente, ni tampoco me empujaba a consumir excesivas noticias al respecto. Tampoco eran tan frecuentes o habituales en los medios más cercanos. Todo muy etnocentrista, lo sé. Sin embargo, poco después, el famoso virus desembarca en el Norte de Italia y la conversación al respecto empieza a hacerse más tentadora como temática de tertulia cafetera o en la espera a que el crío vuelva del colegio. Y sí que empezamos a decir un “joder” cuando se decreta el cierre de todos los colegios y universidades de Italia.
Y, finalmente, llega aquí. Valencia, Madrid, Vitoria, Haro… y más y más… pero aún lo tratábamos con un gesto de cierta sorna o de cierta displicencia, de cierta retranca, incluso, mezclado con un incipiente nerviosismo. Hace poco más de dos semanas, de hecho, aún acudí sin excesiva preocupación (aunque ya había runrún interno y externo) a Vitoria a una reunión de trabajo; y a los pocos días aún nos juntamos un buen puñado de amigos y amigas a celebrar las Favoritas. Y nos reíamos y hacíamos chistes al respecto. Y ésa fue la última fiesta.
Porque poco después, se cerraron los coles aquí también. Y aumentaron los casos, los fallecidos y, finalmente, se dictaminó el estado de alerta y el confinamiento en casa de casi toda la ciudadanía, además de otra serie de medidas y restricciones con las que tratar de contener la expansión del bicho. Y, desde entonces, en esta especie de película de ciencia ficción en la que somos los protagonistas, todo sigue igual o peor.
Y, como digo, hoy, por fin, me atrevo a sentarme frente al ordenador. Hoy, cuando se cumplen nueve días desde que estamos encerrados en casa. Hoy, tras nueve jornadas de memes, de bulos, de vida familiar, de partidas de cartas, de videollamadas, de angustias, de risas, de preocupación y, a veces también, de esperanza, me lanzo a actualizar el Cienfiebres con la puta fiebre. Porque ya es LA FIEBRE, la del año y puede que de la década. De los supuestos felices 20.
Me he atrevido. He querido. He podido. Me ha costado; entre tanto maremágnum de actividades en balcones, en redes, con los críos… y, sobre todo, con tanta alteración emocional, me ha costado. Porque sé que además de la rapidez a la que aludía al principio y de los otros factores que he mencionado, sé que lo que me ha bloquedo es el miedo. El miedo incluso a hablar de ello. A mencionarlo. Os lo explicaré otro día, pero supongo que quiero traerlo aquí a modo de ritual exorcista, a ver si sacándolo a colación le meto un buen viaje. De hecho, no es la primera vez que lo hago, pero ahora parece evidente sacarlo a colación o, de alguna manera, está totalmente justificado. Porque ahora se entremezcla con una tendencia hipocondríaca que, evidentemente, no ayuda a rebajarlo. Y se entremezcla con el trabajo de mi mujer en el hospital que, evidentemente, ídem de ídem. Y con una agotadora sobreinformación y con datos y con rostros y, desgraciadamente, con nombres y apellidos…
En fin, que me he atrevido y aquí estoy. Y hasta aquí por hoy. Volveré porque creo que me puede ayudar a, entre otras cosas, ordenar mis pensamientos. Éstos que me cansan tanto estos días y a los que, quizá, dándoles estructura y pasándolos al folio en blanco y compartiéndolos con quien quiera leerlos me puede venir bien. Supongo que irán saliendo a partir de algunas rumiadas que he tenido y de otras muchas que, a buen seguro, surgirán en fechas venideras, cual vomitonas incontrolables.
No puedo terminar esta primera entrada sobre LA FIEBRE sin mencionar a Rosa y a Jorge y a Elena y Pablo. No puedo olvidarme hoy de ellos. Y sé que esto es insignificante y ni siquiera les voy a mandar el enlace para que lo lean, pero necesitaba hacerlo. Yo necesitaba hacerlo. Para mí era importante acabar así. Todas las fuerzas del mundo para ellos y sus familias y amigos.
Y tampoco puedo ni quiero terminar sin un mensaje positivo, aunque sea reiterativo o incluso suene casi institucional: VAMOS A SALIR DE ÉSTA (aunque parece que ahora tampoco debemos conformarnos con un lema así)
Barakaldo, 23 de marzo de 2020.