Hace unos años, en plena temporada navideña, en la empresa volvía a aparecer la misma pregunta: ¿por qué no recibimos nuestra cesta?
La respuesta era conocida y para buscarla sólo había que dirigir la mirada al director, al joven director que, desde hacía unos pocos años, gestionaba una de las líneas de negocio de la entidad. A su juicio, no era de recibo que una empresa como esa diese cesta de Navidad y, por tanto, según él, se evocasen reminiscencias esclavistas. Sí, esclavistas. Supuestamente, según su versión, era habitual que antes de las fiestas navideñas los amos regalasen a sus esclavos un lote de productos alimenticios con los que felicitarles tan entrañables fechas. El caso es que, a partir de este presunto episodio histórico que nadie había podido corroborar en libros o en breves búsquedas en la red, los por entonces subordinados al mencionado director nos quedábamos sin lote para que a la empresa no se le tachase de tener simpatías con los confederados que defendían tan execrable práctica en los EEUU en las postrimerías del siglo XIX. Y claro, tampoco es plan de que a uno le tachen de negrero sólo por reclamar sidra y peladillas.
No sé si la reacción de los trabajadores hubiese sido la misma si, valiéndose del mismo argumento, el director en cuestión o cualquier otro jerifalte nos negase la paga extra de julio al considerar que ésta no deja de ser, en este caso, una evocación del franquismo. Al parecer, la decisión de implantar dicha gratificación fue una iniciativa de Francisco Franco o alguno de sus ministros para conmemorar la fecha del alzamiento, el 18 de julio de 1.936, y como una forma de aliviar las paupérrimas condiciones económicas de los españoles en plena posguerra. En tal caso, podría resultar comprensible, en base al ejemplo anterior, que se retirase la celebración o conmemoración (en forma de aguinaldo) de algo tan ilegítimo y despreciable como un golpe de estado. Pero, esto, en realidad, nunca se ha planteado en la empresa. Ni siquiera lo ha hecho nuestro directivo yankee. Tampoco lo he oído en ninguna otra empresa.
De hecho, si seguimos tirando de ese hilo, el hilo de la supuesta coherencia ideológica, sería de recibo no disfrutar de determinados beneficios si no se corresponden con los preceptos de uno, a saber: cogerse vacaciones en Semana Santa si no se es católico o no celebrar la propia Navidad por el mismo motivo, no celebrar el día asignado a la nación porque uno no se siente miembro de la misma, etcétera.
Sí, ya sé que esto suena muy cuñao, admito que es un argumento prototípico de los que suelen atacar a los nacionalistas periféricos o a los ateos. En cualquier caso, aplicar sistemáticamente una especie de memoria histórica en base a determinados acontecimientos, costumbres o episodios pasados para cercenar privilegios por haber nacido con la mácula de lo injusto, podría ser la norma pero, en estos casos, lo habitual es correr un tupido velo, es sufrir una amnesia o justificar el mantenimiento de los mismos pensando, a mi modo de ver, en el beneficio general de los perceptores.
Además, por ir acabando con esta reflexión de chichinabo, me sobreviene pensar lo cansado y difícil que resulta – debe resultar – vivir tratando de mantener una coherencia absoluta con los ideales de uno estando rodeado de tanta mezcla, cuando se vive en una época que muchos tildan de, precisamente, desideologizada, cuando se vive – se tiene que vivir – en convivencia y connivencia con otros. Este es otro argumento al que podemos agarrarnos para practicar la amnesia (selectiva) histórica, no sin olvidar que, en muchas ocasiones, los supuestos argumentos históricos para justificar determinado comportamiento son de escasa relevancia o, directamente, falsos.
Imagen vía Paredes que Hablan.