Niño adoctrinado y bebé volador: una personal y tardía crónica de la final de la Champions

Mañana se cumplirán dos semanas. Además de las del 27 de abril y del 31 de mayo, se colaba una fiebre el 26 de mayo. Una gorda y orejona. Y roja. La final de la Copa de Europa. No una cualquiera. La disputaban el Real Madrid y el Liverpool, un club muy querido, el inglés, en esta casa. Nuestro segundo equipo. Y uso la primera persona del plural porque mi primogénito es del Liverpool. Del Barakaldo y del Liverpool. Y sí, llámenlo adoctrinamiento.

Al tema. Jugaba el Liverpool contra el Madrid una final de la Champions. Fue nuestra primera final de la Champions juntos. Bueno, ha habido otras tres en medio pero entre que él era demasiado pequeño y que los conjuntos que las habían disputado en esos años nos daban un poco igual, no eran dignas de vivirse con fiebre. Esta sí. De ahí que, desde la mañana nos disfrazásemos. Nos enfundamos nuestras zamarras red para comprar fruta en el barrio y para ir al parque. El Kalbo fue de los primeros conocidos que nos vio de esta guisa. «Elegantes», nos dijo. Luego unos amigos del parque, padre e hijo, merengues ellos. Sin camiseta blanca. Puyas recíprocas entre ambas parejas. De buen rollo, que los niños estaban delante.

Según avanza la jornada, empiezo a plantearme acudir con el crío a ver la final con los Bilbao Reds. La peña del Liverpool había preparado unos buenos fastos para presenciar el encuentro en un local de Santurtzi. Las dudas, claro, radican en cómo aguantará el niño los 90 minutos. Y en cómo estará el otro, el recién llegado a la familia. Y cómo estará su madre.

La ley de Murphy. El pequeño, hasta la fecha de autos un bendito, decide que ese día, ESE DÍA, EL DE LA FINAL, ESA TARDE, es la ideal para berrear, para tener cólicos, hambre constante, para llorar sin consuelo en cualquier postura, en cualquier habitáculo, en cualquier lugar… lo que sea. Nada le calma y las 20:45 se acercan peligrosamente. Descartamos opción Bilbao Reds, por tanto. La madre, por su parte, condescendiente y comprensiva ante nuestra (vale, mi) fiebre y pensando también en generar un ambiente más relajado para que se calme el bebé, concede que bajemos al bar de debajo de casa.

Lo hacemos corriendo. Nos aposentamos con Chasquis, patatas, caña de cerveza, batido de chocolate y ataviados con las casacas rojas casi cuando suena el pitido inicial. El Liverpool ha salido mejor. Presiona arriba. El Madrid parece descolocado. Desconcertado. Minuto 15 y el niño empieza a aburrirse. Le he bajado unos coches. «Juega, hijo». Navas saca un buen disparo de Alexander Arnold. Necesito fumar pero me aguanto. Al lado, un tipo solitario parece querer ocultar una camiseta del Real Madrid que viste bajo un chaquetón. Le sonrío y le animo a que la enseñe. No me hace caso. Salah se lesiona o Ramos le lesiona, no sé, el caso es que no quiero volver a sonreír al tipo de al lado con la segunda o tercera equipación merengue de no sé qué temporada. El heredero me pregunta 700 u 800 veces qué le ha pasado a Salah, que por qué llora mientras que, al mismo tiempo, imita la caída del egipcio en el suelo del garito para disfrute de los parroquianos. Su camiseta del Liverpool se mancha con serrín y se le pegan varios sobres de azucarillos. Cinco minutos después de la desgraciada lesión de la figura red, se lesiona Carvajal. Me pido otra caña. Desde la salida del 11 y la entrada de Lallana, el Liverpool ha bajado. Ha sido un golpe psicológico muy duro. El Madrid ha olido sangre y ha crecido. Marcelo empieza a subir la banda. Ya no hay temor en la zaga blanca. Esto pinta mal. Aún así, los primeros 45 minutos acaban a cero. Salimos fuera. El crío juega con una perra y su amo y sus amigos le dan coba, momento que aprovecho yo para hacerme y fumarme un cigarro medio estrangis y para ver el móvil. Mensaje de la dueña: «no puedo más». «Cariño, vamos para casa». Él quiere seguir viendo el partido en el bar pero no le doy opción.

Los berridos del retoño se oyen desde la escalera. Sigue llorando desconsolado. Rojo, casi granate. «Se ha querido sumar a la fiesta red», me digo. La gracieta no tiene gracia, ni siquiera en mi cabeza. Ella me lo pasa. El mayor se va con ella. Nos quedamos el bebé y yo. De pie, yo sin descalzar y aún con la camiseta de los scousers. Lo acuno como si preparara un Bloody Mary. Alcanzo el mando. Enciendo la televisión. El cachorro no me permite tomar asiento en el sofá. El mayor vuelve a la sala. Él sí se sienta frente al televisor. «Aita, ¿por qué lloraba Salah?», pregunta. Otra vez. «Cariño, ha empezado la segunda parte», trato de zanjar. De pie, paseando de un lado a otro en una sala oscura iluminada por el fulgor verde del estadio de Kiev que nos llega a través de los rayos catódicos, echando furtivas miradas al desarrollo del match. El grande vuelve a marchar con la madre que está tumbada en la cama.

Con el gol de Benzema, tras estratosférica cantada de Karius, el bebé casi vuela para, así, poder llevarme las manos a la cabeza. Con el empate de Mane, el bebé casi vuela para, así, poder elevar los brazos y saltar de alegría. Con el primer gol de Bale, el bebé casi vuela para, así, poder aplaudir el susodicho chicharro. Con el segundo tanto del galés, el bebé casi vuela para, así, poder enjugar mis lágrimas. Curiosamente, el pequeño decreta el final del partido. Tras el 3-1, cae dormido. Correcto. Apago la tele, lo llevo a la cuna, y marcho con el resto de la familia. Es mejor así. Me ahorro imágenes de celebraciones y demás.

No teman. Ningún menor salió herido en esta historia. Sigan con lo que estaban haciendo.

* La imagen, de aquí.

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