Un parón para tomar un café a media tarde. Una tarde de agosto en Deusto, Bilbao. Las calles están vacías. Un cortado con hielo en una terraza. Frente a mí, un tipo fuma y toma café mientras observa concienzudamente el cartel con el menú del día que se ha servido esa jornada. También es un cortado. Sin hielo. Una mujer llega, se sienta en una mesa contigua a la mía. Toma un rosado y frutos secos. De esos exóticos. La lona del cenador empieza a repiquetear. La anunciada galerna ha llegado. Un hombre llama al interfono del portal adyacente al bar.
– ¡Abre! – pide.
– Espera, que se me ha derramado el vinagre – le contestan.
Iba a empezar el libro de un columnista al que admiro pero esta escena, la surrealista respuesta, lo impide. La respuesta, La incipiente lluvia, la soledad de la calle… aceleran mi ingesta cafeínica. Entro en la cercana pastelería California y me compro un bollo de mantequilla. Regreso a la oficina. La mujer del rosado se ha metido dentro del bar. Supongo que para refugiarse de la lluvia aunque no se mojase. El hombre que observaba el menú del día está de pie, un poco más adelante. Revisa una máquina de la OTA. Supongo que mira a ver si se ha quedado alguna moneda en ella. El hombre que ha llamado al interfono sigue en el portal. Supongo que la mujer que le respondió sigue recogiendo el vinagre derramado.
El chico de la limpieza ya ha limpiado mi mesa. Se alegra de que llegue la galerna. Se alegra de que refresque. Mientras expresa su buen ánimo por la bajada de la temperatura y barre el suelo, a mí me da no sé qué sacar el bollo de mantequilla.
Un parón para escribir esto. En cuanto teclee el punto y final, me zampo el bollo. Una tarde agosto en Deusto, Bilbao. Punto y final.