Hablaban de clase. De dudas de clase. De clase social. De identidad. Se sentían de clase obrera. ¿Lo eran? Se dedicaban a trabajos de esos que entran en la categoría de profesiones liberales. Es como una especie de eufemismo para decir que no se manchan, que no cargan peso, que no están asados de calor en verano ni chupando frío en invierno. ¿Lo eran?, ¿seguían perteneciendo a la clase trabajadora? El origen familiar y la ubicación geográfica les decía que sí. Y, qué coño, cambiaban su tiempo y su fuerza de trabajo por dinero. Sí, lo eran.
¿Se sentían de clase trabajadora?, se preguntaban. ¿Cómo se comportan, en la actualidad, los miembros de dicho grupo?, reflexionaban. Uno de ellos, desde lo anecdótico, criticaba los cambios que él observaba. Veía, decía, que el pueblo, el pueblo de ambos, el origen de los dos, antaño símbolo industrial de la comarca, el pueblo había cambiado y ahora era una urbe más destinada al sector servicios o al comercio. Decía, por ejemplo, que echaba de menos los bares cutres, poco cuidados, las tabernas destinadas a un consumo recio, sin pinchos, sin ornamentos. Vino peleón y tabaco. Creía, de hecho, que la presencia de locales modernos, cálidos, con gran variedad de vinos y tés, no se correspondía con la idiosincrasia de un pueblo obrero. Garitos, venía a decir, enfocados a un sector más burgués.
El otro le rebatía que ese ejemplo era un argumento fácil de comprar pero que, precisamente, le parecía escucharlo desde una atalaya precisamente burguesa. Decía el otro que lo podía admitir, si tendían a clasificarlo todo en función de estereotipos. Pero que le costaba verlo, admitía. «¿Tiene que estar un bar predestinado a un determinado segmento social?», se preguntaba y le preguntaba a su compadre. «Es como pensar» insistía «que el acceso, qué sé yo, a museos o espacios artísticos también esté vedado a personas de clase
media-alta sólo porque históricamente esa sea la imagen de personas que se asocia a este tipo de lugares».
«El rollo», volvía el primero, «es que ya no hay conciencia de clase. La gente ya no pelea ni lucha por sus derechos. Nos han vendido la moto de la clase media y esa es la clave por la que se le ha despojado a los trabajadores de todo el poder que habían adquirido y gracias al cual se pudo poner contra las cuerdas a los más poderosos. Y claro que lo de los bares es un poco bobada pero es para que te sirva de ejemplo de esto que te quiero decir».
Al segundo algunas partes de lo que le decía su amigo le sonaba a discurso del siglo XIX. No estaba seguro de atreverse a decir lo que finalmente acabaría diciendo. «Creo que nos tenemos que sentir orgullosos de nuestros orígenes y estar agradecidos de todos los derechos laborales que se han conseguido a lo largo de la historia pero, no sé, tío, no entiendo porque por pertenecer a la clase trabajadora, trabajando y formándonos, para, en general, avanzar socialmente, no podemos acceder a algunos sitios, a algunos espacios…».
El primero se llevaba las manos a la cabeza mentalmente. Creía que su amigo tenía más claras las cosas. Tenía más claro en qué lado tenía que estar si bien, empezaba a pensar, comenzaba a revisarse fugazmente, y darse cuenta, viendo sus propios comportamientos que tampoco él lo tenía meridiano. «Pero, tío, es es el chocolate del loro. Todo esto está orquestado. Arriba están los que están. ¿Acaso hay una cajera de supermercado en las instituciones?, ¿no, verdad? Esto está montado por y para ellos, tío. Y por eso el invento de la clase media: para mantenernos contentos a unos pocos, seguir ellos arriba y mucha gente jodida».
Razón no le falta, pensaba, pero todo sonaba demasiado manido. «No sé, tío, puede que tengas razón, pero no me parece justo… De hecho, también se podría pensar lo bien que se lo tienen montado los de arriba para que caigamos en este juego y que sigamos sin tocar nada que suene a ellos o que no se asocie a nosotros o que… qué sé yo… todo para que los cotos sigan bien marcados».
«Ya, no sé tío».
«Ya».
Seguían con dudas. Con dudas de clase. De clase social. Los dos. Unos tipos normales, trabajadores liberales, en un pueblo otrora obrero ahora dormitorio. Uno tomando una cerveza de caña, el otro una copa de vino de una denominación de origen cuya existencia casi desconocía hasta ese momento. Así se fueron a sus casas. El de la cerveza a su piso en propiedad, con hipoteca a muchos años; el del vino a su alquiler. Se fueron dubitativos. Pero bien. Cada uno de ellos se propuso tratar de poner negro sobre blanco estas dudas. Igual escribirlas les ayudaba a resolverlas. Tampoco funcionó. Ni falta que hace.
*Imagen vía mis Paredes que Hablan.