El escritor errante

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Sonó el timbre. No esperaba a nadie a esas horas. Quizá por eso, aunque no fuese un comportamiento habitual en ella, decidió mirar por la mirilla. Precisamente por eso, por el escaso uso del visor, en el momento en que movió la chapa metálica que tapa la lente, se generó un ruido estridente. Como de oxidado. Un sonido que le produjo dentera y la sensación de que, ahora sí, tendría que abrir fuese quien fuera. No podía no abrir a quien se encontrase al otro lado de la puerta una vez que fuese quien fuera hubiese escuchado el rechinar de la mirilla. Así pensaba ella. Y así hizo. Ya ni siquiera usó el mirador. Y abrió.

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Tocó el timbre. No esperaba que le abriesen a esas horas como, de hecho, así había sido, hasta el momento, en ese bloque. Una negativa más. Eso era lo que se esperaba. De repente, un ruido. Un estridente sonido que le produjo dentera y que, derivado de su experiencia en el puerta a puerta, supo reconocer: «esa mirilla necesita una mano de ‘Tres en Uno'». ¿Abriría entonces la persona al otro lado del umbral? O, una vez visto lo visto, esto es, a un tipo con un zurrón colgado en el brazo y un libro en la mano, ¿se volvería a sus aposentos? La respuesta no tardó en llegar. La puerta se abrió.

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– Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarte?

Buenas tardes. La chica que ha abierto la puerta ha dicho buenas tardes. Y ha dicho en qué puedo ayudarte. Él recibió estos formalismos, estas muestras de cortesía como un tesoro impagable habida cuenta de que estaba más acostumbrado a silencios, sonidos guturales, frialdad extrema e inicios de conversación monosilábicos. Aún no había conseguido nada pero, de momento, la cosa no pintaba del todo mal.

– Hola, buenas tardes. Encantado de conocerte. Me llamo Sergio y, quizá te sorprenda, pero voy casa por casa vendiendo mi novela. Soy escritor.

¿Un escritor? Tiene una pinta de comercial que tira para atrás. Eso es lo que pensó ella. Aunque, al fin y al cabo, ambas facetas pueden ser perfectamente compatibles. Es más, en este caso, eso es lo que parece.

– Ah, escritor. De novelas y eso, dices… ya… mira, gracias, pero ahora mismo no me interesa…

– Sí, novelas. También algún libro de cuentos y demás. Autoeditados. Y, como ves, autopromocionados y tal…

– Pero, ¿cómo es que los vendes así? Quiero decir, yendo casa por casa, con tus libros y eso…

– No sé, me gusta acercarme a la gente, ver sus caras, sus reacciones cuando me presento como autor de la obra que ofrezco… me gusta pensar que en estos tiempos en los que casi todo se hace a través de una pantalla, aún se puede encontrar lectores picando el timbre de sus casas… siendo consciente, eso sí, de que la mayoría de las veces lo que obtengo son negativas como, a pesar de tu cordialidad, parece que va a ser el caso.

– Espera, hombre, espera… déjame ver el libro… Yo, la verdad, no es que lea mucho pero, no sé, me ha picado el método que utilizas para dar a conocer tus títulos… pasa, por favor, ¿quieres tomar un café?

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Sergio accede a la casa. Es un piso pequeño decorado de forma muy femenina. Colores neutros, algún cuadro de temática abstracta, una escalera como ornamento, apoyada en una pared y sobre sus peldaños flores, fotografías de la chica con otra chica que parece su hermana y figuritas que, seguramente, sean recuerdos de recientes viajes. Sobre una balda, distingue un par de libros: uno de Federico Moccia y el otro el primero de la trilogía de Stieg Larsson. Títulos que, efectivamente, piensa él, coinciden con la confesión que ella le hizo en la entrada de que no leía mucho.

– Un vaso de agua estaría bien, gracias.

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Mientras va a por el vaso de agua, ella no deja de darle vueltas al hecho de haber metido a un tipo en casa, que ahora está solo, sentado en el sofá, presto a, dice él, venderle un libro, no sé, no sé… «¿Estás loca?», piensa que diría su madre. Pensamientos que se le acumulan o chocan con su vocación de querer creer en la gente, de no tener prejuicios de nadie (aunque antes haya tildado al supuesto escritor de comercial), etcétera. En fin, habrá que escucharle, se dice.

– Aquí tienes.

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– …. y sí, curiosamente, a través de este método, gracias a ir casa por casa, quizá esté vendiendo más que lo que se pueda conseguir mediante una editorial tradicional o intentando vender mis escritos desde Internet.

– Jo, ya, pero también es más costoso e imagino que, por momentos, también será muy frustrante.

– Bueno, hay días, como hoy, que, aunque no venda ni un ejemplar, habrá merecido la pena por conocer a chicas tan guapas como tú.

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«Un momento… ¿me está tirando los tejos?»

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«Un momento… ¿le estoy tirando los tejos?»

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– Bueno, yo ya te he dicho que no soy de leer mucho pero si quieres me puedes dejar alguna dirección o algo para darte a conocer y ya le diré a mi novio que, si eso, te promocione por ahí, que él controla mucho de redes sociales y cosas así…

– Eh, sí, claro… no hay problema… Mira, yo te dejo mi tarjeta. En ella está el blog en el que escribo y en el que cuento un poco mi experiencia… y, nada, yo ya me voy a marchar que no quiero molestar más… Has sido muy amable y hospitalaria. De hecho, por si algún día te apetece, te regalo mi última novela, «El escritor errante» que, como puedes intuir por el título, tiene mucho de autobiográfico.

– No sé, Sergio, no sé si puedo aceptarlo, de verdad… eres muy amable pero, al final, este es tu medio de vida y…

– Ya te he dicho antes que mi vida también se enriquece no sólo mediante la venta de mis libros sino también a través del contacto con las personas y hoy, Esther, me voy plenamente compensado así que, por favor, te ruego que te lo quedes, junto a mi tarjeta… y ahora sí, me voy, no quiero robarte más de tu tiempo, ni comprometerte a nada ni hacer nada de lo que luego nos podamos arrepentir…

– Pero… un momento… espera… Sergio…

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Él ha salido raudo y veloz de la casa de ella. Ha bajado corriendo escaleras abajo pese a que aún le quedaba algún piso que visitar, alguna puerta que tocar. Ella se ha quedado pensativa. Turbada. Un tanto emocionada. Parada en el umbral de la puerta, sujetando en una mano el ejemplar de «El escritor errante», su escritor errante. En la otra mano tiene la tarjeta. La lee y piensa: «bueno, al menos, tengo su dirección de correo«.

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Entrando en la boca del metro, inquieto aún por su atrevimiento, él se dice: «bueno, al menos, tiene mi dirección de correo«.

PD: la inspiración para esta historia ha surgido al encontrar en un cajón la tarjeta del escritor errante (en la foto), un autor que, efectivamente, existe y que, efectivamente, sigue intentando hacer llegar sus obras a los lectores visitándoles a sus domicilios, como así lo hizo en nuestra casa. Por ello, por apropiarme de él para mi relato semanal, qué menos que dejar el link a su blog, desde el que se pueden seguir sus pasos, comprar sus libros y demás: S.H. López Pastor – Escritor Errante.

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