Las plantas que sacamos a la puerta de la oficina para que les diese el sol, un sol que ni ellas ni nosotros recordábamos, funcionaron como perros guardianes. Fueron las que nos advirtieron de que un elemento extraño había atravesado el umbral y se había colado en nuestro espacio de trabajo. Trabajar con la puerta abierta, para vigilar las plantas, tiene estas cosas.
Un tipo canoso, de unos 45 años, ataviado con una colorista y juvenil camisa de cuadros y unos vaqueros raídos habla por teléfono en el hall de la oficina.
– Te sigo, estoy detrás tuyo – acertamos a escucharle.
El tipo en cuestión no mostró la más mínima sorpresa al ver que dos personas se asomaban a ver al inesperado invitado, las cuales, por el contrario, no salían de su asombro al contemplar la escena. Esas personas éramos mi compañera y yo.
– Espera un momento – transmite a su interlocutor al otro lado del teléfono – Hola, disculpad, soy policía.
– ¿Perdón?
– Sí, bueno, hacéis bien en no fiaros. Estamos haciendo una labor de seguimiento y, al ver la puerta de este local abierto, como tenía que llamar al compañero, he decidido entrar.
Inmediatamente, sin esperar respuesta, el supuesto agente prosigue su conversación con el supuesto colega.
Mi compañera y yo nos miramos, nos encogemos de hombros y, sin hablar, nos decimos algo así como “ah, bueno, si es policía… “, para, posteriormente, volver a nuestras mesas, volver a sentarnos al ordenador.
– Bueno, adiós, y disculpad de nuevo. Hasta luego – se despidió, sorteando nuestras plantas y sin esperar, de nuevo, nuestra contestación.
Seguimos a lo nuestro y, pasados unos minutos, me levanto, introduzco las plantas dentro de la oficina y cierro la puerta.
– ¿Te has dado cuenta – inquiero – de que en ningún momento nos ha enseñado la placa?