Escándalo

Él mira la hora en el reloj de la iglesia desde la puerta del bar, apurando las últimas caladas del cigarro y el último sorbo de la caña de cerveza. Comprueba que ya estará a punto de terminar la misa, esa misa diaria a la que acude prácticamente todo el pueblo. Un pueblo beato, católico y tradicional al que, para adaptarse, su mujer ha decidido participar de sus ritos pese a que nunca ha sido especialmente devota.

Hoy, sin embargo, terminado el oficio, no se queda con el resto de mujeres del pueblo a preparar flores para el manto de la virgen o para ensayar salmos o para limpiar los locales parroquiales. Hoy se irá con su marido a dar una vuelta al pueblo, por el regadío. Los hombres que salen de la iglesia, junto a ella, acuden a los bares, momento en que él decide retirarse de los mismos. Caminará con su mujer cerca del río. No hay mucho más que hacer en la villa a no ser que se participe de sus chismes, que se juegue a los naipes o que se sea un ferviente cristiano.

Ella y él salen a andar cuando el sol ya no aprieta por el camino que rodea el pueblo. En el trayecto hacia el río, se cruzan con los miembros de una de las hermandades que está preparando los pasos para la próxima Semana Santa. Nubes de mosquitos les dan la bienvenida a medida que se aproximan al río. No se detienen en el chiringuito. Pasan de largo. Apenas hablan durante todo el camino. Algún que otro comentario en referencia a los melocotones y las peras listas para ser recogidas. El asfalto se transforma en un sendero irregular, pedregoso. La luz se atenúa cuando los olmos se multiplican a ambos lados del camino. Se han cruzado con un par de ciclistas y con varias parejas de señoras que también han salido a andar. A éstas las han saludado con un tímido movimiento de cabeza. A los ciclistas no.

Él recuerda que, de adolescente, pensaba que compartir momentos en silencio, sin hablar, con la pareja, con la novia, era un claro síntoma de romanticismo. Ellos, juntos los dos, sin nada ni nadie que se interpusiera entre ambos, sin que una palabra rompiese la magia del momento. Luego, teniendo ya pareja, se dio cuenta que esa teoría era un tanto absurda. Los silencios entre ambos eran incómodos, al menos para él. Sólo servían para engendrar especulaciones internas y plantear hipótesis sobre qué estaría pensando ella en ese momento: ¿se lo estará pasando bien?, ¿estará disfrutando? Ahora, casi veinte años después, prefiere el silencio. Se tienen todo dicho, supone. Caminar juntos a la par, callados, sin nada que altere la actividad.

Ella preferiría hablar. Que cada uno se contase su día. Recuperar las animosas conversaciones que tenían no hace tanto tiempo. Sentirse escuchada. Sentirse acompañada. De esta forma, lo mismo le da salir a andar sola. No se siente bien. No se siente cómoda acompañada por un marido que apenas le dirige la mirada y que no le dirige prácticamente la palabra a excepción de para hacer comentarios triviales.

El recorrido se abre. Las amplias extensiones destinadas al regadío se presentan ahora como el principal paisaje que les rodea. El arbolado ha quedado atrás y los senderos son más estrechos y sinuosos, discurriendo en paralelo al terreno agrícola aunque desde un túmulo superior. A medida que avanzan también aparecen bifurcaciones: hacia el río o de vuelta al pueblo. El camino igualmente se convierte en un recorrido plagado de pequeños ascensos y descensos. Él no le espera a ella cuando la caminata tira hacia arriba. Ella le alcanza en la bajada, apretando un poco el ritmo y respirando entrecortadamente.

Desde atrás él sigue conservando un cierto atractivo. Sus anchas espaldas y su altura siguen transmitiendo una masculinidad que, a pesar de todo, a ella le sigue excitando. Ni siquiera la cada vez menor cantidad de pelo y la prominente barriga que de unos años a esta parte ha emergido, consiguen menguar su deseo. Puede que incluso esa sensación de indiferencia que ella percibe acreciente su ardor.

El sol cada vez está más oculto y en esa parte del camino, paralela al río, a esas horas, ella sabe que no se cruzarán con nadie. Los agricultores ya se habrán retirado y la poca gente que, como ellos, haya podido salir a andar, también se habrá dirigido ya al pueblo. También sabe que es un sendero que está rodeado de recovecos, de espacios en los que poder ocultarse. Son rincones cuya presencia acrecientan las fantasías de ella. Ella le ha dado alcance.

Sorpresivamente, le ha agarrado, le ha girado y le ha besado en la boca. Introduce su lengua y juguetea con la de él. Rápidamente, ha introducido su mano derecha dentro del pantalón de chándal, ha sorteado la goma del calzoncillo y empieza a tocar su pene, el cual empieza a endurecerse ante una incipiente erección. Están los dos, solos, en medio de un sendero, de pie. Ella besándole a él. Él sorprendido, dejándose llevar. No recuerda la última vez que ella le había besado con lengua. De hecho, no recuerda la última vez que ella había tomado la iniciativa y, ni mucho menos, recuerda la última vez en que su mujer se había comportado así en la calle, desprotegida del hogar, de la oscuridad de su dormitorio.

Tampoco logra recordar cuándo ha sido él el que se ha abalanzado sobre ella. Apenas recordaba el sabor de su boca ni el tacto de sus papilas gustativas. No recordaba sus siempre frías manos jugueteando con su miembro. Ahora, excitado él, agarra las nalgas de ella. Su pegado pantalón de deporte le lleva a percibir las bragas de ella. Pensar en la ropa interior de su mujer hace que descienda, por un momento, su líbido. Odia sus bragas color carne. Sus bragas de diario. Pero ella consigue que esa visión se desvanezca cuando la ve agachada a punto de introducirse su pene en la boca.

Están los dos. Solos. En medio de un sendero. Él de pie, con los pantalones y los calzoncillos por debajo de las rodillas y ella en cuclillas. Ella le está haciendo una mamada en medio del campo del pueblo. Habían salido a caminar, como cada tarde, antes de cenar y ahora ella le está haciendo una felación. Instintivamente, mira atrás y adelante antes de cerrar los ojos y dejarse llevar.

Ella succiona el pene de su marido con la boca. No tiene un miembro excesivamente grande pero ella siempre lo ha preferido así. Ella se siente húmeda. No recordaba la última vez que había estado así de excitada. Sus flujos empiezan a empapar sus bragas, sus bragas color carne, sus bragas de diario, y empiezan a mojar su pantalón de deporte.

Los insectos de la noche, los mosquitos, las luciérnagas y alguna libélula perdida del linde del río no logran interrumpir el frenesí. La noche empieza a ser más cerrada. La luna está parcialmente oculta por algunas nubes. Son dos sombras en medio de un camino sin asfaltar.

¡Fóllame! – pide ella.
¿Aquí?, ¿ahora?
Sí.

Apenas ha terminado ella de afirmar, cuando él ya se está embadurnando sus dedos con los jugos vaginales que el sexo de ella emana. Erguida, le abraza y le vuelve a besar en la boca mientras con su mano libre busca su pene para ayudarle en la penetración. Solos. En medio de un sendero. Rodeados de árboles frutales y de maleza. Se sienten solos. Se sienten uno. Como hacía siglos.

No lo están. Todo se ha vuelto oscuro. Todo ha parado.

Por la mañana, el juez de guardia ordena los levantamientos de los dos cadáveres que han sido hallados en un camino sin asfaltar, cerca del río. En un primer examen, presentan importantes contusiones craneoencefálicas posiblemente causadas por el golpeo reiterado de una piedra sobre sus cabezas.

El pueblo está escandalizado. Y no es por la muerte de sus vecinos.

* Imagen vía Paredes que Hablan

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