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Egoísmo puro y duro. Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron de uno en su niñez, etcétera. Es una paparrucha fingir que este no es un motivo, porque además es de los más potentes. Los escritores tienen en común esta característica con los científicos, los artistas, los políticos, los abogados, los soldados, los empresarios de éxito, es decir, con lo más granado del género humano. La gran mayoría de los seres humanos no exhiben un egoísmo muy acentuado. Pasados los treinta, más o menos, renuncian a la ambición personal – en muchos casos, abandonan casi del todo la idea de ser individuos – y viven sobre todo para los demás, o bien quedan aplastados por el tedio y la monotonía. Pero hay, además, una minoría de personas dotadas, voluntariosas, obstinadas incluso, decididas a vivir la vida hasta el final, y a esta categoría pertenecen los escritores. Los escritores serios, debiera decir, son en conjunto más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque el dinero les interesa menos.
Entusiasmo estético. La percepción de la belleza en el mundo exterior o, si se quiere, en las palabras y en su adecuada disposición. El placer ante el impacto de un sonido u otro, ante la firmeza de una buena prosa, ante el ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno considera de gran valor, que entiende que nadie debería perderse. La motivación estética es muy débil en muchos escritores, pero incluso el panfletista o el autor de manuales tendrán sus palabras y expresiones predilectas, las que le atraen por motivos en modo alguno utilitarios. Puede tener también inclinación hacia la tipografía, la anchura de los márgenes, etcétera. Por encima del nivel de una guía ferroviaria, ningún libro es ajeno a las consideraciones estéticas.
Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son, de hallar cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la posteridad.
Propósito político. Empleo la palabra “político” en el sentido más amplio posible. Es el deseo de propiciar que el mundo avance en una dirección determinada, de alterar la idea que puedan tener los demás sobre el tipo de sociedad a la que conviene aspirar. No hay un solo libro que sea ajeno al sesgo político. La opinión de que el arte no tiene nada que ver con la política, ni debe tener que ver con ella, es en sí misma una actitud política.
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Estas fueron las cuatro motivaciones que expuso George Orwell en el verano de 1946 en la revista ‘Grangel’ para tratar de responderse a la pregunta de por qué escribo o, en reflexivo, por qué se escribe.
A mí me sirven. Me resultan válidas y, en cierta forma, pueden explicar las razones que a mí también me empujan a sentarme a escribir. Una, la primera, de carácter eminentemente egocéntrico que admito, asumo y acepto sin ambages. Faltaría más si ya lo digo en mi presentación. Otra, la segunda, que yo resumiría diciendo algo así como que ya que nos ponemos a escribir, tratemos de hacerlo bien, ¿no? Por último, la 3 y la 4 yo las aunaría bajo una palabra: reflexión. El ejercicio de escribir conlleva la práctica de pensar y aunque a veces se haga por impulsos, en plan vomitona, el planteamiento de llenar una página en blanco implica indefectiblemente estructurar el pensamiento, bien para tratar de hallar, plasmar y almacenar una verdad o bien en el sentido político que también expone el autor británico (me encanta esa última afirmación referida al arte)
Y toda esta chapa, ¿por qué?, ¿para qué? Como otras veces, para hablar de escribir, del acto de escribir, y luego no hacerlo, no llevarlo a cabo. Como si exponiendo y compartiendo diferentes cavilaciones al respecto, obtuviese uno consuelo ante la improductividad creativa. No sé.
Bueno, en realidad, todo este previo viene a introducir una especie de propósito, entre otros, que me he marcado para este 2017: escribir más o, al menos, tratar de llenar más esa categoría que tengo ahí a la derecha llamada ‘Fiebre Ficción’. Y este objetivo empujado o ayudado a partir de descubrir el “Reto Bradbury” o “Proyecto Bradbury” basado en la propuesta del autor estadounidense Ray Bradbury que reza:
«Durante un año escribe un cuento corto cada semana. No es posible escribir 52 cuentos malos consecutivos».
Pues eso. Como mínimo, habrá que intentarlo. ¿Que es posible que no logre realizarlo? Es posible, sin duda, pero me expongo aquí y ahora para que luego me achaquéis mi falta de palabra. Un reto, una especie de desafío para conmigo mismo a partir del cual tratar de aplacar los cuatro puntos orwellianos del principio.
Empecé el otro día a partir del hallazgo en la calle de una fotografía y una estampa de un santo rotas. Sólo me quedan 51.