¿Qué rompí primero?, ¿la estampita o su retrato? Ahora no lo recuerdo. Si pensase en la suerte – ¿creo en la suerte? – ni el San Pancracio ni el San Esteban ni incluso el San Judas Tadeo han realizado especialmente bien su labor de darme una buena vida. De hecho, creo que empezaron a fallar desde el momento en el que la conocí a ella.
Claro, al principio, todo iba bien. Su cara no era agria, su carácter no era arisco, árido, aunque hay que reconocer que nunca fue la alegría de la huerta. Incluso, cuando empezamos, era una mujer activa en la cama, a la que le gustaba experimentar con cosas nuevas. ¿Qué pasó entonces?
La respuesta fácil y evidente es atribuir sus cambios al paso del tiempo, al desgaste de la prelación… pero no, yo creo que hubo algo más…
Algo demoníaco se apoderó de ella y empezó a poseerla para, a su vez, controlarme a mí. Controlarme y no dejarme salir de casa solo. No dejarme ver mis santos, mi colección de estampas y relicarios. Poder rezarles, como había hecho siempre. Y ponerles velas. Y empezó a atiborrarme a pastillas. Sí, eso también hizo esa maldita perturbada. Y ni San Damián ni San Cristóbal ni Santa Marta ni incluso San Juan bendito pudieron hacer nada contra el poder que adquirió esa zorra.
Y llegó el día en que ella me los rompió todos. Todas mis estampas. Todos mis santos. Todos menos uno. San Pancracio, San Esteban o San Judas Tadeo, ahora no lo recuerdo bien. Ese lo pude rescatar, junto a un retrato de ella. Y ahora los he roto. Yo. A los dos.
¿Qué rompí primero?, ¿la figura de San Cosme en su cabeza o la cabeza de ella en la estatuilla de San Cosme? No lo sé, ahora no lo recuerdo bien. Ahora sólo sé que estoy aquí, atado y encerrado, con un trozo de estampita y un fragmento de su retrato a mis pies, en el suelo.
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