Historia. Familia. Fiebre: la guerra civil.

De pequeño, con 7 u 8 años (quizá más, no recuerdo bien), pasé una neumonía. Aunque no tengo el recuerdo de que fuese algo especialmente grave, sí que pasé buena parte de la convalecencia en casa, en la cama, recuperándome. De aquel periodo, me acuerdo mucho de mi abuela. Ella me obligaba a comer (actividad que no le requería excesivo esfuerzo) ya que, decía, que eso me ayudaría a sanar; me acompañaba y me entretenía; me contaba cosas; de todo lo que me pudo contar en aquella época, recuerdo con bastante nitidez cuando ella rememoraba imágenes de la guerra. De la guerra civil española.

Mi abuela nació en 1911. Contaba con 24 años largos cuando se produjo el golpe de estado que desencadenó la guerra. Mi madre – su hija – tenía, entonces, un año. Mi padre – su yerno –, cuatro. Mi abuela vivió la guerra en un pueblo de la provincia de Cáceres. Buena parte de este territorio quedó bajo control del ejército sublevado en el momento en que se produjo el alzamiento.

Mi abuela me contó que, una vez, las tropas pasaron por el pueblo. Mi abuela me confesó que, cuando eso ocurrió, ella se orinó de miedo. Se meó de miedo. Supongo que a pesar de estar en una pequeña población, las noticias de lo que ocurría en otros lugares también llegaría.

Ahora mismo no sé qué tropas serían a las que ella se refería. Una de las costumbres que mi abuela supongo que adquirió en aquellos días y que mantuvo en los subsiguientes 40 años de dictadura y en los años posteriores a ésta, fue el de no precisar demasiados detalles sobre estos temas y el de bajar la voz cuando se tocaban aspectos relacionados con la política. Y el de mandarnos a los demás bajar la voz.

Que se orinó de miedo, decía, cuando pasaron las tropas por su pueblo. Si eran las tropas rebeldes, el miedo era perfectamente fundado por los testimonios que se difundían acerca de las crueldades que debían practicar los soldados moros que formaban parte del bando franquista. El terror como arma. Si eran soldados republicanos, su miedo era perfectamente lógico por las tropelías que también se encargaban de propagar los medios derechistas, en muchos casos, además, totalmente fundados. Fuera cual fuese el bando, su terror era absolutamente justificado.

Mi abuelo – su marido – falleció en la guerra. No sé cuándo se incorporaría al frente. No sé qué edad tendría. Sí sé que debió fallecer sobre el año 1938 o en el último semestre de 1937. Lo sé porque su segundo hijo, mi tío, nació en marzo de 1938 y no se llegaron a conocer. Padre e hijo. Mi abuelo y mi tío.

Mi abuela me contó que su marido – mi abuelo – volvió una vez del frente de permiso o de baja porque fue herido en una mano. No debió ser una lesión especialmente grave. Lo sé o lo puedo suponer porque, según mi abuela, él le dijo que hubiese preferido haber perdido la mano. Si hubiera perdido este miembro, no volvería al frente. De hecho, si no recuerdo mal lo que mi abuela me contó, mi abuelo debió vaticinar que si tenía que regresar al frente, creía que no volvería a casa. Así fue.

Ni mi abuela ni sus hijos ni sus nietos tuvimos ninguna tumba en la que ir a visitar al abuelo. Debió caer en algún punto cercano a Madrid. Nunca se supo con certeza. Quizá mi abuela no lo sabía o, si lo sabía, prefería ignorarlo. No remover nada más. Pasó. Se cumplió lo que su marido predijo.

Un psicólogo o psicóloga especializada en la rama de las constelaciones familiares supongo que podría obtener mucho jugo de estos antecedentes familiares. Antecedentes muy comunes entre cientos, miles de mujeres y hombres de la España resultante de aquellos tres años de contienda. Historias y dinámicas familiares marcadas por muertos, heridos, víctimas, verdugos, represores, reprimidos, etcétera. Consecuencias basadas en rechazos, silencios o en búsquedas e intereses relacionados con estos episodios.

En mi caso, la guerra civil española siempre me ha llamado la atención. No sé si este interés venía ya inscrito en mí a consecuencia de mi pasado familiar o por aquellos relatos de mi abuela cuando yo era un niño con pulmonía. O no tiene nada que ver con nada de eso. No lo sé.

Libros (ensayos, novelas), películas, documentales, paseos por vestigios de aquel momento que aún resisten el paso del tiempo… Todo por encima, sin profundizar excesivamente (como con casi todo lo que protagoniza mi cienfebrismo), quizá como producto, también, de esos rastros o herencias comentados.

Este año, este 2016, se han cumplido 80 de que estallase la contienda. Una guerra civil cruel y descarnada que culminaba conflictos bélicos pretéritos (guerras carlistas, dictaduras, etc) que se cobraba deudas y que se podía barruntar viendo el ambiente político previo a aquellos años (intento de golpe de estado incluido, la Sanjurjada de 1932)

De hecho, de las últimas lecturas relacionadas con la guerra civil española que, en este sentido, más me ha llamado la atención, ha sido el segundo tomo de “Las saturnales”, la trilogía que Pío Baroja dedicó a la contienda. En ese libro, “Miserias de la guerra”, se describen algunos fragmentos a modo de crónica política (a pesar de ser una novela) claramente inspirados o que, directamente, reflejaban lo que se vivía en los años y meses previos al golpe de estado en el ambiente parlamentario. Y quizá me ha llamado especialmente la atención por las muchas similitudes que me pareció observar o percibir entre aquellos tonos con los actuales.

Seguramente sea así siempre. Haya sido así siempre. Será que va inscrito en el carácter supuestamente pasional y vehemente del pueblo ibérico. Seguramente esté pecando de exagerado. A lo mejor se aprendió – aprendimos – bien la lección y a pesar de lo bronco que todo pueda parecer no hay nada que temer. Quizá sea porque quedó todo atado y bien atado y los que entonces reventaron un estado democrático armaron todo de tal forma que, en la actualidad, no hay necesidad de reventar nada.

Quizá observase esas similitudes a raíz del mencionado aniversario o quizá porque el recuerdo de mi abuela hablando en bajo y mandándonos hablar en bajo si íbamos a platicar de política está rondando por ahí. O por esas constelaciones familiares instaladas en lo más profundo de mi psique. Quizá, simplemente, sea sólo uno más de mis miedos. Quizá sean los libros o las películas o la visita a un refugio antiaéreo de la época que siguen despertando a los fantasmas de la memoria. Y recordemos que, desgraciadamente, esos fantasmas para muchos siguen vivos. Muy vivos.

Muy vivos, sobre todo para las familias de los desaparecidos, de los enterrados en las cunetas y de los represaliados. Por eso (por ellas) no hay que olvidar. No hay que hacerlo tampoco para entender o tratar de entender. Aunque no sé si yo, con lo mucho o poco que mi mucho o poco interés respecto al tema, he podido llegar a entender algo. Quizá tampoco haya mucho que entender. O sí. O al menos, hay que entender y conocer, como se suele decir, para no repetir, para no tropezar con la misma piedra.

* La imagen que acompaña este texto es del fotógrafo Pepe ‘Campúa’ y muestra a un miliciano, junto a su familia, esperando para entregarse a las tropas rebeldes que acaban de tomar la capital (Barcelona, enero de 1939)

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