De pequeño me aterrorizaba Fernando Jiménez del Oso. Las cámaras antigás también. Y lo de la plaza de Tiananmen. Lo de la plaza de Tiananmen me espeluznó. Salvador Dalí, en cambio, no. Creo que era un personaje que me tenía que dar miedo a la fuerza pero, sin embargo, no lo recuerdo asociado a esa emoción. Su excentricidad, sus caras, algunas de sus creaciones… Pero no. No sé por qué.
Nunca he profundizado mucho en el personaje y su obra a pesar de que siempre me atrajo. Hace años decidí que la primera biografía que me leería de alguien tenía que ser de él y el pasado verano lo hice empujado por la emergencia de una fiebre aletargada que despertó cuando visitamos Cadaqués, Portlligat, Pubol. Sus territorios.
¿Genio, impostor, adelantado, psicótico, extravagante, paranoide, visionario, comunista, anarquista, fascista, megalómano, sabio, marciano?
Supongo que da igual tratar de responder o no a esas preguntas. Tratar de entenderle a través de lo que otros han escrito sobre él, su familia, su contexto, etcétera, tampoco ha contribuído a resolver esas incógnitas. Supongo que da igual. Su narcisismo sigue siendo satisfecho porque, al fin y al cabo, es un personaje que sigue llamando la atención. Que sigue despertando fiebres.
El personaje por encima de su obra. Yo no sé si se retroalimentaban. Si se complementaban. Yo creo que no. Creo que su obra, por muy creativa que sea, adquiere mayor relevancia porque la ha hecho él. Porque los argumentos que utilice para explicarla, porque la performance con que la presente nos mantienen alertas.
Y aquí estoy. Hablando de él en presente y pasado. Singular y plural. Recordando una fiebre estival que vuelve a estar latente, a la espera de encontrar alguna anécdota con la que alimentarla, alguna imagen con la que saciarla, qué sé yo: un rinoceronte renacentista, un trozo de pan, un culo, un bastón y una barretina, una escafandra, un ángelus, unas hormigas. Dalíniana. La Fiebre.