En mi trabajo, trato con víctimas de acoso escolar con, desgraciadamente, bastante asiduidad. Con chicos, chicas y también, muchas veces, con los padres de estos. Hace ya unos cuantos meses, en cambio, me tocó atender a la madre de un chico acosador. De un chaval que se las había hecho pasar putas a muchos de sus iguales. El estado de esta mujer era muy parecido al de las madres de las víctimas: angustia, preocupación, agobio por lo sucedido, demanda de ayuda. A estas emociones se sumaba la decepción por el comportamiento del hijo. También la autoinculpación, el preguntarse qué había hecho ella mal para que su hijo se convirtiese en un matón de patio de colegio.
Me he acordado de esta mujer al leer el comunicado que ha realizado la familia del presunto asesino de las dos chicas de Cuenca cuyos cadáveres aparecieron ayer. En aquel momento, sentí empatía hacia esa mujer y hoy también la he sentido hacia los familiares del posible autor de tan macabro suceso. La misma sensación que uno siente al pensar en las familias de las víctimas. Normal y, en cierta forma, lógicamente, son de éstas, de las personas que sufren agresiones o asesinatos, de quienes más nos acordamos pero ahí esta esa otra parte también damnificada.
Un sufrimiento global, generalizado, que afecta a muchas partes, si quieren a unas en mayor medida que a otras, pero todas con un dolor fehaciente. Al menos, ese dolor me demostró aquella madre. Al menos ese dolor se puede entresacar de las líneas del comunicado mencionado anteriormente.