Maximino Luceño Galán (1932 – 2015)

– Qué, Maxi, ¿ya vas con el nieto?
– De nieto nada. Éste es hijo mío.

Así les respondía mi padre a los conocidos que desconocían que él, a sus cuarenta y tantos años, había vuelto a ser padre. De mí. Respuestas que a veces daba cuando me sacaba de paseo, cuando el turno en el trabajo o la libranza del mismo se lo permitían. Bueno, más que salir de paseo, mi padre, Maxi, me hacía partícipe de sus encuentros con sus paisanos extremeños, emigrados como él a Barakaldo. Me llevaba a bares donde él y los demás trasegaban vino y compartían penurias laborales, tabernas que entonces se llenaban de hombres antes de la hora de comer, bares en los que mi padre y los otros me invitaban a mosto y a jugar a la máquina de petacos. Bares sobre los que mi padre me advertía que no le dijese nada a ama cuando llegásemos a casa. Pero yo, claro, no podía callar y lo soltaba a las primeras de cambio y mi padre, sonriendo, me llamaba alcahuete.

Cuando yo era niño mi padre era fuerte. Trabajaba en una fábrica en la que se fundían metales o acero u oro. No lo sé. Pero sí recuerdo que, de vez en cuando, traía a casa camiones de hierro que encontraba entre la chatarra que luego iba a ser fundida. Sólo sé (y eso lo he sabido con los años) que era un trabajo para personas fuertes en muchos sentidos. Mi padre era fuerte. Su trabajo era a turnos. Cuando le tocaba trabajar de tarde me gustaba porque, al regresar yo del colegio, le pillaba comiendo. Huevos fritos regados con vinagre. Mi padre me permitía untar en su yema. Cuando le tocaba trabajar de noche me gustaba porque podía dormir con mi madre. Cuando mi padre trabajaba de mañana no recuerdo qué sentía yo.

Cuando libraba, mi padre iba a jugar la partida al Comunista, a la sede del PCE. Un gran bar cargado de humo y repleto de hombres que jugaban al tute y al mus. Mi padre jugaba al tute. Nunca aprendió a jugar al mus. El comunista estaba presidido por dos enormes fotos de Marx y supongo que de Engels encima de la barra. El hombre que regentaba el bar portaba un reloj cuya esfera era roja y tenía grabado en ella la hoz y el martillo. El Comunista también tenía un reservado en el que se daban cursos de karate a niños y en el que había dos pastores alemanes inmensos. Cuando mi padre libraba, iba a jugar al tute allí, aunque él no era comunista. Mi madre, a veces, me mandaba a ir a buscarlo, enfadada porque llegaba tarde para ir a pasear. A mí me gustaba ir a buscarle. Me acercaba a su mesa y sus compañeros de partida me removían el pelo y hacían bromas. Mi padre, a veces, conseguía una baraja vieja de naipes del Comunista para mí.

Cuando yo era adolescente mi padre se jubiló. No recuerdo con qué edad pero fue antes de la que le correspondía. Fruto de la reconversión industrial o algo así. No recuerdo bien si eso supuso un gran trauma en casa, la verdad. Siendo adolescente, los asuntos familiares y domésticos pasaban a un segundo plano. En esa época le robaba a mi padre furtivas caladas del medio Ducados que dejaba en el cenicero de la cocina. Se fumaba los pitillos en dos tandas: una mitad después de cenar y la otra en el intermedio de algún programa de los que le hacían llorar. Maxi era un llorón. Eso también lo descubrí siendo yo adolescente. Le emocionaban sobremanera programas como Sorpresa-Sorpresa o cosas así.

Con 18 años, fui con mi padre a Cáceres y al pueblo. Los dos solos. Allí también vi a mi padre llorar pero lo hacía al recordar a la gente que había visto morir de hambre, de niño, en Santiago del Campo. O cuando rememoraba a familiares y vecinos haciendo extraperlo para poder llevarse un pedazo de pan a la boca. O cuando me decía que allí, en Santiago, le consideraban forastero por irse al norte y en el norte le trataron igual por venir del sur. Unas lágrimas que también explicaban y explican qué tipo de persona era Maxi.

También desde aquel viaje nuestro a Cáceres comprobé el fervor que mi padre sentía por mi madre. Siempre preocupado y centrado en ella. Siempre colaborador en casa desde que dejó de trabajar. Siempre acompañándola, siempre cogidos de la mano.

Durante los últimos días de mi padre, han ido apareciendo esos Maximinos descritos, que no son los únicos que le conformaban pero que son los que a mí, ahora mismo, me sobrevienen. El llorón, claro, con más motivos que nunca: el lógico miedo, la pena por la marcha de ama… El fuerte, por la fortaleza mostrada en los últimos momentos, sorprendiendo al propio personal sanitario que le atendía y que admiraba su capacidad de lucha. Y el enamorado de su esposa, de Lola, con quien quiero pensar que ha vuelto a reunirse.

Hoy es el día del padre. Hace años mi ama me habría mandado al estanco a comprar unos paquetes de tabaco para mi padre. Este ha sido mi segundo día del padre que vivo como tal. El primero sin él. No puedo disfrutar mucho de este día este año. Me quedo con los recuerdos de mi padre y con el anhelo de poder hacerlo tan bien como él lo hizo, de intentar ser tan buena gente como ha sido Maxi.

Descansa, apa.

4 comentarios en “Maximino Luceño Galán (1932 – 2015)

  1. Ufff Lucce,
    Te mando un abrazo bien gordo, que digo gordo enormeeee desde aquí.
    Una lástima la verdad. Siento tu pérdida, no lo sabía.
    Para lo que sea, ya sabes, aquí estamos, lejos pero cerca.

  2. Pingback: 20 de marzo. Mi banda sonora. | 100 Fiebres

  3. Si, una gran persona.
    Aunque lejos, siempre presente en casa.
    Dos hermanos, que mi madre siempre le denominaba «mi hermanino», ya sabes, esa terminación característica de estos lares.
    Siempre estuvo acompañando a mi madre cuando ella lo necesitó.
    Cuando enviudó estuvo con ella, date cuenta, que hace 48 años, regresar a Extremadura, suponía un viaje de más de 12 horas. Pero aquí estuvo, acompañando a su hermana.
    Cuando mis hermanos se tallaron y se sortearon (entoces, el servicio militar era obligatorio), estuvo aquí, acompañando a mi madre.
    Y también cuando fallecieron los dos, acompañándonos en esa pena.
    Si, aunque lejos, siempre presente.
    Y presente sigue, alguien que mereció la pena conocer.

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