Una imagen interrumpe nuestro diálogo.
Merengue. Mucho merengue. Blanco como la nieve. Sobre la madera de un banco del paseo de los Fueros. Sobre la camisa vaquera de un tipo sentado en el mismo. Merengue manchando las manos de un tipo con la mirada perdida. Merengue por todas partes.
Andoni y yo cruzamos nuestras extrañadas miradas sin que haga falta decirnos nada para mostrar sorpresa ante la escena adyacente.
El tipo del banco que momentos antes trataba de acabar de chupetear sus dedos, ahora parece dormido. Se encuentra desparramado en el banco anegado de dulce. Merengue por doquier. Da cosa decirle algo, tratar de despertarle más por miedo a acabar embadurnados de crema pastelera que por otra cosa pero, aún así, nos acercamos.
– Eh, amigo… EH!! – le gritamos – ¿Te encuentras bien?
Despierta. Merengue en la comisura de los labios. Merengue en el cuello. Merengue.
– Sí… – titubea – Sí, gracias… Me he quedado dormido.
Su acento parece gallego. Un gallego que ingiere merengue a mediodía sentado en un banco de madera en Barakaldo.
– Pero, ¿estás bien?, ¿te podemos ayudar en algo?
– Esto… Bien, gracias…
Le dejamos un kleenex, un pañuelo de papel que acabará completamente merengado. Torpemente se limpia la camisa, las manos, la cara. Todo blanco, todo merengue.
– Quiero agua – pide.
– Un poco más alante tienes una fuente – le indica Andoni.
– Vale.
Se levanta. Parece como si el merengue también hubiese llegado al suelo y su pegajosa textura provocase que el gallego del banco se tambaleara. El tipo no está bien. Se encuentra perdido, desorientado. Zigzaguea, hace eses y, agradeciendo una vez más que le hayamos despertado, se dirige en la dirección marcada por mi amigo.
Dejo el banco atrás. Madera salpicada de merengue. En el respaldo, en el asiento. Todo blanco. Mucho merengue. Me pregunto dónde habrá comprado el gallego ese dulce.